»25: La radio.

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La radio siempre fue para mí lo que una pelota para un amante del fútbol, o una raqueta para un amante del tenis. La estática, las voces encajonadas, nítidas, la música. Todo. Amé, y aún lo sigo haciendo, todo lo que rodea a esos aparatos tan bien diseñados, tan útiles y tan bien valorados.

Cuando apenas tenía seis años, mis padres me regalaron una vieja y polvorienta radio. Lo primero que noté, recuerdo, fue la similitud de ésta con un reloj de mesa. Imagínense ustedes la emoción que sentí en el momento en que comenzaron a brotar sonidos y palabras de aquel aparato. Había pertenecido a mi padre en su infancia, y aunque sus funciones se encontraban trastocadas, plantó en mí la semilla de la pasión.

A los quince años me compré, tras algunos meses de ahorro (vaya, cómo sufrí no tener dinero para golosinas o revistas), una nueva máquina. Mi propia radio. No era de última generación, ni tenía muchos más botones que la vieja Radionic, pero sí menos polvo, y era mía. La había visto en la vidriera de una tienda una noche de lluvia, y al instante me enamoré de ella. La quería, la necesitaba, la deseaba. La bauticé como «Lucy», que proviene de «Lucy in the Sky with Diamonds», la primera canción que escuché en la vieja radio de papá.

Instalé a Lucy en mi cuarto, a pesar de las molestias que les generaba a mis padres. Ellos trabajaban en casa y por lo general trataban de mantener la calma y el silencio durante todo el día, pero había deseado tanto a Lucy que no pude simplemente dejarla en el garaje. Ese no era un buen lugar para ella. Había ratas, telas de araña y quién sabe cuántas alimañas más. Se me crispan los nervios solo de pensar qué le podría haber ocurrido allí dentro. Al cabo de algunas discusiones acaloradas, ellos cedieron. Esos fueron días buenos. Aún no conocía a Lucas. Jodido imbécil.

Lucas Mortéz era uno de mis compañeros de clase, lo que tradicionalmente se conoce como un amigo. Supongo que yo le agradaba porque tenía una de las nuevas Sega Genesis. Además, tenía los últimos y más divertidos juegos. Vamos, por lo menos así lo pintaban las propagandas, y debido al éxito en ventas que supuso, imagino que así habrá sido. Él venía a casa y pasábamos toda la tarde juntos. Él en la consola y yo en la radio. A mí no me gustaba la idea de perseguir y corretear detrás de anillos, golpear oponentes hasta que su barra de energía se reduzca a la nada misma o ganar la Copa Mundial en la máxima dificultad. Es probable que esa haya sido la base de la buena relación que mantuve con él en esos días. Él solo quería jugar. O eso es lo que yo creí, maldita sea.

En el día más ventoso y encapotado de todo aquel invierno, Lucas fue a mi casa a pasar la tarde. En la primera hora de clase me había mostrado un nuevo juego que había conseguido prestado, y tras su súplica me vi obligado a invitarlo. Vaya mierda. Si hubiese sabido qué pasaría, jamás lo hubiese dejado entrar. Jamás y nunca más, a decir verdad. No me caía del todo bien, a fin de cuentas solo era una compañía pasajera, un amigo que no mantendría si nos separasen de curso, pero estoy positivamente seguro de que no se merecía el triste final que tuvo. Vaya que no. Nadie se lo merece, ni siquiera el más inmundo y desalmado.

El viento soplaba fuerte, haciendo repicar los vidrios y estremecer a mi casa, un viejo mastodonte victoriano ahora ya sepultado debajo de un edificio de decenas de pisos. Más temprano que tarde se comenzó a gestar una terrible y devastadora tormenta, que quedaría en la memoria colectiva de la ciudad como la más grande hasta la fecha. Copos de nieve del tamaño de pelotas de tenis se impregnaban al suelo y en derredor cuando se cortó la luz. Lucas, que había estado jugando sin percatarse de la magnitud de la tormenta, se volteó en mi dirección, reclamando una respuesta. Le señalé la venta que pendía al otro lado de la habitación, repleta de nieve. Él soltó un gruñido de furia y lanzó el controlador de la consola que tenía en su mano al suelo con todas sus fuerzas. O por lo menos así lo creí yo en ese momento. Una de las teclas saltó, volando por el cuarto sin un rumbo fijo, estrellándose contra el suelo con un sonido hueco. Mi madre preguntó si estaba todo bien y (¿por qué no?) contesté que sí.

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