Parte 1: CUANDO LOS DIOSES DECIDEN

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Cuando los dioses son los únicos que ostentan el poder y los monarcas se convierten en sus siervos, el resto de la humanidad solo puede esperar dolor y padecimiento. Y no oses ir en contra de sus deseos, pues la voluntad de un dios es voluble y lo que hoy es un regalo, mañana podría convertirse en tu peor pesadilla.

Sin duda, eso es lo que debió pensar Minos, rey de Cnosos, hijo de Zeus y Europa, cuando recibió como regalo de Poseidón un hermoso y magnifico toro blanco.

—Deberíamos honrar a Poseidón y agradecerle la prosperidad sobre nuestras tierras de la manera apropiada —susurró Pasifae recostada en su silla, mirando con palpable aburrimiento los juegos taurinos que se celebraban asiduamente en el anfiteatro—. No estoy segura que celebrar estos juegos en su honor sea suficiente...

Minos seguía con la mirada puesta en la arena, allí donde uno de sus valiosos y bravos toros embestía sin piedad a los saltadores que esquivaban sus cuernos, brincando sobre la cabeza del astado y sobrepasando su lomo para caer de nuevo en el suelo.

Los gritos y jadeos del nutrido público ponían de manifiesto que el peligroso espectáculo era de su agrado, no importaba que recibiesen cornadas o que alguno de esos malditos atenienses pereciera bajo los fatídicos cuernos, después de todo era para lo que había reclamado el tributo, para demostrar su superioridad a Atenas.

Cerró el puño sobre el muslo y luchó con el dolor y la rabia que lo venía consumiendo desde hacía nueve años y que bullía en su interior cada vez que les hacían entrega de los pactados atenienses. Ni todas las vidas bajo el reinado de Egeo, rey de Atenas, lograrían apaciguar su alma por la pérdida de su amado hijo, Androgeo. La gloria de haber ganado los juegos celebrados por el rey ateniense había despertado su envidia haciendo que otros luchadores acabasen con su vida.

Sí. Se había vengado. Atenas había caído y ahora pagaban un alto precio en la forma de siete doncellas y siete jóvenes en lo mejor de la vida que debían serles entregados para calmar la ira de los dioses.

—Haremos un sacrificio en su honor —declaró con voz ronca, elevando la barbilla y sonriendo con malsana satisfacción al ver que su astado corneaba a uno de los jóvenes saltadores—. Se celebrará al alba, que la sangre de esta fabulosa bestia que se ha cobrado vidas mostrando su valía, ensalce el nombre del Señor de los Océanos.

—¿Este es el mejor de tus astados? —insistió la reina en voz baja, solo para sus oídos—. ¿Qué hay de ese semental blanco que emergió del mar?

El toro blanco había surgido de las aguas un año atrás, una señal de bendición, un regalo de incalculable valía que pastaba entre su rebaño haciendo la función de semental.

—Sería una pérdida sacrificar un animal de tal belleza y nobleza —negó y señaló al toro que piafaba en la arena buscando un nuevo objetivo—. Este otro en cambio simboliza la fuerza y el poder, así es cómo debemos ser vistos y así es cómo nos verá el dios.

La codicia no es una buena consejera y los dioses no son de los que perdonan una ofensa, pero Minos no solo era codicioso, se creía superior a la mayoría por ser hijo de Zeus, Padre de los Dioses Olímpicos y de Europa, la primera reina de Creta. Así que decidió guardar para sí el toro blanco, ocultarlo en medio de su rebaño y sacrificar un animal inferior en favor de Poseidón.

Cualquiera que tuviese dos dedos de frente y conociera a los Dioses, sabría que no era buena idea cabrear a uno de ellos y mucho menos a alguien como al Dios del Mar.

Su réplica no se hizo esperar y, como era costumbre entre aquellos que veían a la humanidad tan solo como mascotas y al mundo como su propio patio de juegos, eligió una de las peores venganzas posibles y, también, la más ignominiosa para un hombre que se valoraba a sí mismo por encima de todos. Poseidón hechizó a la esposa de Minos para que sintiese una ardiente y arrolladora pasión hacia el toro blanco.

Minos -La voz del laberinto-Where stories live. Discover now