Parte 4: EL HIJO DE CRETA

29 1 1
                                    

La oscuridad y el silencio habían sido la consigna durante los últimos mil años, Padre le había prometido que nadie perturbaría su descanso, que nadie penetraría en el laberinto, que nadie perseguiría al Minotauro. Para todos, un héroe había acabado con la bestia, había liberado a Creta de la cruel tiranía de una bestia y ensalzado el nombre de la princesa Arihagne como instrumento de la victoria.

Mentiras, falsedades, medias verdades, aquello que mejor se les daba a los mortales y que los dioses secundaban sin dudar si con ello obtenían lo que deseaban.

Lejos, en el olvido quedaba la verdad, aquella que nació de la vergüenza, que fue oculto por la desidia y estigmatizado por la codicia y el poder, una que le convertía a él en la bestia que habitaba en el laberinto y a quién se le dio el nombre de Minotauro.

Asterión bajó la mirada con gesto adusto y contempló la muerte misma ante sus pies. Ladeó la cabeza hacia un lado y luego hacia el otro sintiendo el peso de las astas en su cabeza, de la piel que lo protegía del frío, levantó el mentón y olfateó. Muerte, muerte por doquier y ese aroma a sangre que le revolvía las tripas. Contempló esos ojos sin vida que lo miraban, permaneció allí de pie, a salvo de las interminables trampas que se escondían en aquellos interminables pasillos buscando entre los cadáveres algo que pudiese añadir a su exigua colección.

Las teas todavía llameaban en el suelo, creando sombras sobre las lanzas que habían atravesado a los pobres incautos. Tres machos y dos hembras, cinco bajas de las muchas más que habría antes de que se consumieran las llamas de esas antorchas.

Había escuchado el sonido del Inframundo abriendo sus puertas, enviando a través de ellas a las almas que debían ser entregadas a Hades y luchó con la necesidad de ver a alguien más ahí abajo, alguien cuyo corazón latiese. Desde que su padre había abandonado este mundo, estaba solo, tan solo que se le había olvidado hasta la manera de hablar.

«Escóndete, Asterión, no te dejes ver o te matarán».

Bajó la cabeza y subió una mano para acariciar una de las astas que salía del cráneo de su padre, su piel era lo único que había permanecido después de que el toro blanco dejase este mundo.

«Fuiste engendrado por el Toro de Creta, o gios mou, eres hijo del pecado y la aberración».

Apenas recordaba a su madre, la única hembra con la que había tenido contacto, con quién había pasado los primeros años de su vida. Ella siempre le contaba la misma historia, cómo había caminado por el prado, enfatuada con un toro blanco de exquisita belleza y como este, adquiriendo forma mortal, se había apareado con ella, engendrándolo a él.

«Eres hijo de tu padre, tan hermoso, tan viril... Se lo dije, se lo dije al rey, esto es cosa de los Dioses, por culpa de su egoísmo».

No había entendido que había querido decirle entonces y tampoco había sido capaz de obtener una respuesta después, cuando lo arrancaron de sus brazos, le privaron de visión y lo dejaron solo en ese enorme lugar lleno de peligros.

Nunca había vuelvo a verla, al principio la había añorado, había llorado por su ausencia, pero en la oscuridad y en la soledad de aquel lugar, todo dejaba de tener sentido y el olvido se había adueñado de su rostro y su voz.

Solo había tenido a su padre e, incluso entonces, había sentido miedo de él.

«¿Eres tú, patera?».

El toro había aparecido trotando, piafando, arrastrando las pezuñas en el suelo, lo había visto con esos ojillos enfebrecidos y había bramado aterrorizándolo para luego cargar hacia él.

«¡Patera!».

Su grito había reverberado en el estrecho pasillo haciendo que el astado se detuviese al llegar a él, una montaña de animal ante un niño pequeño. Piafó encima de él, calentándolo con su aliento, entonces escuchó su voz en la cabeza, un sonido que no era humano y que sin embargo entendió.

«Asterión».

Había pronunciado su nombre, el nombre por el que lo llamaba su madre, el único que le habían dado alguna vez. Solo había dicho eso, entonces había dado media vuelta y había echado a correr de nuevo, dejándolo allí, llorando por todo lo que había dejado atrás.

Él había sido su compañía, su protector y su sustento en aquella negrura en la que a menudo quedaban sumidos, solo cuando las puertas se abrían y entraban las almas de los condenados recuperaban algo de luz.

«No te dejes ver, Asterión, los mortales nunca entenderían qué eres, te rechazarían e intentarían matarte».

Cada vez que escuchaban ese sonido de arrastre su padre lo empujaba hacia el centro del laberinto, lo obligaba a quedarse allí donde los sonidos de las trampas y los alaridos de los condenados no eran escuchados. Cada vez que eso ocurría su padre volvía con comida para él, bolsas de arpillera que contenían viandas con las que apaciguar su encogido estómago. A veces el hambre hacía que se volviese loco y empezaba a gritar, a golpear las paredes, otras lo dejaban sin fuerzas y todo en lo que podía pensar era en dormir y engañar así al hambre.

«El hambre es solo un estado mental, gios, eres un semidiós, no morirás de inanición».

No, no había muerto por la falta de comida o agua, pero la locura a menudo estaba cerca, al alcance de sus dedos, como lo había estado el día en que su padre no despertó.

«¿Patera? Patera despierta».

Pero no había despertado, nunca había despertado. Su cuerpo se había ido consumiendo, se había vuelto frío y, con el tiempo había empezado a desprender un pestilente olor que había hecho que durmiese lejos de él.

Se había ido, la comprensión penetró poco a poco en su mente, se había ido como todas esas almas y se había quedado totalmente solo. La negrura penetró en su mente y le robó la cordura, golpeó las paredes, bramó hasta quedarse afónico y cometió el más atroz de los actos, uno del que solo se dio cuenta cuando despertó, envuelto en la piel de su padre, la misma de la que no se había desprendido desde entonces.

Echó un último vistazo a las almas que ya habían ido a la orilla del barquero, a esperar a Caronte y eligió uno de los corredores libres de trampas, había llegado el momento de recorrer sus dominios y asegurarse de que todos los vivos habían pasado ya al otro lado.

Dejó que los recuerdos se diluyeran, que la vida que había vivido quedase atrás e intentó concentrarse en el motivo que lo inquietaba. Algo había perturbado su descanso, alcanzando su conciencia en los campos de Morfeo, pasando más allá del efecto sueño estigio que le había entregado Zeus y atrayendo de forma inadvertida su atención.

«¿Quién eres?».

La pregunta hizo eco en su mente.

«¿Por qué interrumpes mi descanso?».

No quería despertar, no deseaba enfrentarse de nuevo a ese dolor, a la desesperación que traía consigo la traición, a la rabia que surgía de la imposibilidad de cambiar el destino y evitar la muerte de la persona amada.

Notó que volvía a faltarle el aire, pensar en ella era recordar ese último momento en la playa, el grito agónico que le atravesó la garganta, la pérdida definitiva y la infinita culpa que anidó en su pecho.

«Mi Arihagne».



You've reached the end of published parts.

⏰ Last updated: Mar 13, 2018 ⏰

Add this story to your Library to get notified about new parts!

Minos -La voz del laberinto-Where stories live. Discover now