VI

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EL VIOLÍN ENCANTADO


Christine Daaé, víctima de intrigas sobre las que más tarde volveremos, no encontró en la Ópera de inmediato el triunfo de la famosa velada de gala. Luego, sin embargo, había tenido ocasión de hacerse oír en la ciudad, en casa de la duquesa de Zurich, donde cantó los fragmentos más hermosos de su repertorio; y así es como se expresa sobre ella el gran crítico X. Y. Z., que se hallaba entre los invitados notables:

«Cuando se la oye en Hamlet nos preguntamos si Shakespeare ha venido de los Campos Elíseos para hacerle ensayar Ofelia... Cierto que, cuando se ciñe la diadema de estrellas de la reina de la noche, Mozart, por su parte, debe abandonar las moradas eternas para acudir a oírla. Pero no, no tiene que molestarse, porque la voz aguda y vibrante de la intérprete hechizada de su Flauta mágica sube hasta él al Cielo, que escala de la misma forma en que, sin esfuerzo, ella ha sabido pasar de su choza de la aldea de Stokelof al palacio de oro y mármol construido por el señor Garnier».

Pero, después de la velada de la duquesa de Zurich, Christine no ha vuelto a cantar en sociedad. Lo cierto es que en ese período ha rechazado todas las invitaciones y cualquier cantidad. Sin dar ningún pretexto plausible, se ha negado a presentarse en una fiesta de caridad a la que había prometido anteriormente su concurso. Actúa como si ya no fuera dueña de su destino, como si tuviera miedo a un nuevo triunfo.

Supo que, para agradar a su hermano, el conde de Chagny había hecho gestiones muy activas en favor suyo ante el señor Richard; ella le escribió para agradecérselo pero también para rogarle que no volviera a hablar de ella a sus directores. ¿Cuáles podían ser las razones de tan extraña actitud? Han pretendido unos que había en todo ello un orgullo inconmensurable, otros han proclamado una divina modestia. Pero, cuando alguien dedica su vida al teatro, no es tan modesto como para eso; en realidad, no sé si no debiera escribir simplemente esta palabra: espanto. Sí, estoy seguro de que Christine Daaé tenía entonces miedo a lo que acababa de sucederle y que se hallaba tan estupefacta como todo el mundo a su alrededor. ¿Estupefacta? ¡Vamos! Tengo una carta de Christine (colección del Persa) referida a los sucesos de esa época. Pues bien, tras haberla leído, no escribiré que Christine se hallaba estupefacta, ni tampoco asustada por su triunfo, sino muy espantada. Sí, sí, ... ¡espantada! «¡Ya no me reconozco cuando canto!», dice.

¡La pobre, la pura, la dulce niña!

No se dejaba ver en ninguna parte, y el vizconde de Chagny trató en vano de seguir sus huellas. Le escribió para pedirle permiso de presentarse en su casa, y ya desesperaba de obtener respuesta, cuando una mañana ella le hizo llegar el siguiente billete:

«Señor, no he olvidado al niñito que fue a buscar mi pañuelo al mar. No puedo dejar de escribirle esto, hoy que parto hacia Perros, llevada por un deber sagrado. Mañana es el aniversario de la muerte de mi pobre papá, a quien usted conoció, y que le apreciaba. Está enterrado allí, con su violín, en el cementerio que rodea la pequeña iglesia, al pie de la ladera donde tanto jugamos; a orilla de aquel camino en el que, algo más mayores, nos dijimos adiós por última vez».

Cuando recibió este billete de Christine Daaé, el vizconde de Chagny se precipitó a una guía de ferrocarriles, se vistió apresuradamente, escribió algunas líneas que su mayordomo debía entregar a su hermano y se lanzó a un coche que, por lo demás, le dejó en el andén de la estación de Montparnasse demasiado tarde para permitirle tomar el tren de la mañana con el que contaba.

Raoul pasó una jornada triste y no recuperó el gusto por la vida sino hacia el atardecer, cuando se vio instalado en su vagón. Durante todo el viaje, releyó el billete de Christine y aspiró su perfume; hizo resucitar la dulce imagen de sus años jóvenes. Pasó toda aquella abominable noche de ferrocarril en medio de un sueño febril que tenía por principio y por final a Christine Daaé. Empezaba a apuntar el alba cuando se apeó en Lannion. Corrió a la diligencia de Perros-Guirec. Era el único viajero. Preguntó al conductor. Supo que la víspera por la noche una joven con aspecto de parisiense se había hecho llevar a Perros y se había apeado en la posada del Sol Poniente. Sólo podía tratarse de Christine. Había ido sola. Raoul dejó escapar un profundo suspiro. Podría hablar con Christine con toda calma, en aquella soledad. La amaba hasta ahogarse. Aquel muchachote que había dado la vuelta al mundo era como una virgen que nunca hubiese abandonado la casa de su madre.

El fantasma de la óperaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora