XIII

1.3K 93 143
                                    

LA LIRA DE APOLO


De este modo llegaron a los tejados. Ella se deslizaba por ellos ligera y familiar, como una golondrina. Su mirada, entre los tres domos y el frontón triangular, recorrió el espacio desierto. Respiró con fuerza, por encima de París, cuyo valle se divisaba entregado al trabajo. Miró a Raoul confiada. Le llamó a su lado, y juntos caminaron allá arriba, sobre calles de zinc, por avenidas de fundición; contemplaron su forma gemela en las amplias albercas llenas de un agua inmóvil, donde en verano los chiquillos de la danza, una veintena de críos, se zambullen y aprenden a nadar. Detrás de ellos había surgido la sombra, siempre fiel a sus pasos, aplastándose sobre los tejados, avanzando con movimientos de alas negras hasta las encrucijadas de las calles de hierro, girando alrededor de los pilones, contorneando en silencio los domos; y los desventurados jóvenes no sospecharon su presencia cuando, confiados, se sentaron por fin bajo la alta protección de Apolo, que alzaba, con su gesto de bronce, su prodigiosa lira en el corazón de un cielo de fuego.

Un atardecer encendido de primavera les rodeaba. Nubes que acababan de recibir del ocaso su ligero vestido de oro y púrpura pasaban lentas arrastrándolo sobre los jóvenes; y Christine le dijo a Raoul:

—Pronto iremos más lejos y con más rapidez que las nubes al confín del mundo, y luego usted me abandonará, Raoul. Pero si, llegado el momento de raptarme, yo no consintiera en seguirle, entonces, Raoul, usted debería llevarme.

Con qué fuerza le dijo esto, con una fuerza que parecía dirigida contra sí misma mientras se apretaba nerviosa contra él. Raoul quedó sorprendido.

—¿Teme cambiar de opinión, Christine?

—No sé —contestó moviendo de forma extraña la cabeza—. ¡Es un demonio!

Y se echó a temblar. Se acurrucó en los brazos de Raoul con un gemido.

—Ahora tengo miedo de volver a vivir con él: ¡en la tierra!

—¿Quién la obliga a volver, Christine?

—¡Si no vuelvo, pueden ocurrir grandes desgracias...! ¡Pero no puedo más...! ¡No puedo más...! Sé de sobra que hay que compadecerse de las gentes que viven «bajo tierra». ¡Pero éste es demasiado horrible! Y, sin embargo, se acerca el momento; me queda sólo un día. Si no vuelvo, será él quien venga a buscarme con su voz. Me arrastrará con él, a su casa, bajo tierra, y se pondrá de rodillas delante de mí, ¡con su calavera! ¡Y me dirá que me ama! ¡Y llorará! ¡Ay, esas lágrimas! Raoul, esas lágrimas en los dos agujeros negros de la calavera. ¡No puedo ver correr esas lágrimas!

Retorció de una forma horrible sus manos, mientras Raoul, dominado también por aquella desesperación contagiosa, la estrechaba contra su corazón:

—¡No, no! ¡Nunca más volverá a oírle decir que la ama! ¡No volverá a ver correr sus lágrimas! ¡Huyamos...! ¡Ahora mismo, Christine, huyamos! —y ya quería arrastrarla.

Pero ella le detuvo.

—No, no —dijo ella moviendo dolorosamente la cabeza—, ¡ahora no...! Sería demasiado cruel... Deje que me oiga cantar mañana por la noche, una última vez..., y luego nos iremos. A medianoche irá usted a buscarme a mi camerino; a las doce en punto. En ese momento él estará esperándome en el comedor del lago... ¡nosotros seremos libres y usted me llevará consigo...! Incluso aunque yo no quiera, tiene que jurármelo, Raoul..., porque siento que si esta vez voy, tal vez no vuelva nunca... —y añadió—: ¡Usted no puede comprender...!

Y lanzó un suspiro al que respondió, según creyó, otro suspiro a su espalda.

—¿No ha oído?

El fantasma de la óperaOnde histórias criam vida. Descubra agora