IX

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EL CUPÉ MISTERIOSO


Aquella trágica noche fue mala para todo el mundo. La Carlotta se había puesto enferma. En cuanto a Christine Daaé, había desaparecido después de la función. Quince días habían transcurrido sin que se la hubiera vuelto a ver en el teatro, sin que se hubiera dejado ver fuera del teatro.

No debe confundirse esa primera desaparición, que se produjo sin escándalo, con el famoso rapto que, al poco tiempo, debía producirse en condiciones tan inexplicables y tan trágicas.

Naturalmente, Raoul fue el primero en no comprender nada de la ausencia de la diva. Le había escrito a las señas de la señora Valérius y no había recibido respuesta. Al principio no se sorprendió, conociendo su estado de ánimo y la resolución que ella tenía de romper toda relación con él, sin que por lo demás Raoul hubiera podido adivinar la razón para ello.

Su dolor no había hecho más que crecer, y terminó inquietándose al no ver a la cantante en ningún programa. Repusieron el Fausto sin ella. Una tarde, hacia las cinco, fue a interesarse en la dirección por las causas de aquella desaparición de Christine Daaé. Encontró muy preocupados a los directores. Sus propios amigos no los reconocían: habían perdido toda la alegría y el entusiasmo. Se les veía cruzar el teatro con la cabeza gacha, la frente pensativa y las mejillas pálidas, como si los persiguiera algún abominable pensamiento, o presas de alguna travesura del destino que coge a su víctima y no la suelta.

La caída de la lámpara había entrañado muchas responsabilidades, pero era difícil conseguir que los señores directores se explicasen sobre este asunto.

La investigación había concluido declarándolo accidente, provocado a causa de desgaste de los medios de suspensión; pero habría sido deber, tanto de los antiguos directores como de los nuevos, constatar ese desgaste y remediarlo antes de que determinase la catástrofe.

Debo decir que los señores directores Richard y Moncharmin parecían en esa época tan cambiados, tan lejanos..., tan misteriosos..., tan incomprensibles que muchos abonados pensaron que algún suceso más horrible todavía que la lámpara era la causa que había modificado el estado de ánimo de los señores directores.

En sus relaciones cotidianas, se mostraban muy impacientes, excepto con la señora Giry, que había sido reintegrada en sus funciones. Es fácil de adivinar la forma en que recibieron al vizconde de Chagny cuando éste vino a pedirles nuevas de Christine. Se limitaron a responderle que estaba de permiso. Él preguntó cuánto tiempo duraría ese permiso; se le contestó con bastante sequedad que era ilimitado, dado que Christine Daaé lo había solicitado por motivos de salud.

—¡Entonces está enferma! —exclamó—. ¿Qué tiene?

—¡No lo sabemos!

—¿O sea, que no le han mandado el médico del teatro?

—No, ella no lo ha pedido, y, como confiamos en ella, hemos creído su palabra.

No le pareció aquello muy natural a Raoul, que abandonó la Ópera presa de los más sombríos pensamientos. Decidió que, pasase lo que pasase, iría en busca de noticias a casa de la señora Valérius. Recordaba sin duda los términos enérgicos de la carta de Christine, que le prohibía intentar lo que fuera para verla. Pero lo que había visto en Perros, lo que había oído tras la puerta del camerino, la conversación que había mantenido con Christine a orillas de la landa, le hacían presentir alguna maquinación que, no por ser algo diabólica, dejaba de ser menos humana. La imaginación exaltada de la joven, su alma tierna y crédula, la educación primitiva que había rodeado sus años jóvenes con un círculo de leyendas, el continuo pensamiento de su padre muerto y, sobre todo, el estado de sublime éxtasis en que la música la sumía cuando este arte se manifestaba a ella en ciertas condiciones excepcionales —¿no lo había juzgado él así durante la escena del cementerio...—, todo aquello constituía en su opinión un terreno moral propicio a las intrigas malhechoras de algún personaje misterioso y sin escrúpulos. ¿De quién era víctima Christine Daaé? Ésa era la pregunta muy sensata que Raoul se hacía al dirigirse a toda prisa a casa de la señora Valérius.

El fantasma de la óperaWhere stories live. Discover now