La chica que creaba galaxias I

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Buenos Aires – Año 2042

Ada observaba la herida de un balazo en la frente de Federico. Él, ajeno a la situación, juntaba los vidrios de un vaso. La joven tragó saliva con dificultad: en ocasiones su mente salpicaba la realidad de pequeños detalles oníricos que solían ser premonitorios.

Un amanecer rojizo arrebolaba el bar "Los ojos de Lucía". Se acercaban las seis de la mañana y ya no quedaban clientes. Federico había apagado la música comercial, poniendo en su lugar un vinilo de B.B. King. Era casi un ritual para él: cerrar el bar, colocar una melodía melancólica y fumarse un cigarrillo antes de limpiar.

Federico era flaco como una raspa de pescado, estaba arrugado y al caminar se encorvaba. Aunque, sorprendentemente, era capaz de ingerir más alcohol que cualquiera de sus clientes. Él era importante para Ada. Solo lo conocía desde hacía un año, pero no había tenido con ella más gestos de desinteresada generosidad de los que podía recordar. Además, le había salvado la vida.

Sin embargo, en los últimos días la actitud de Federico ya no era la misma. Algo había cambiado, y Ada se preguntaba si él no estaría teniendo también un mal presentimiento. Sus ojos, inundados de niebla, seguían la telaraña de humo que tejía el eterno cigarrillo que solía balancear entre los dedos; aquella era una señal inequívoca de que su mente había zarpado hacia islas lejanas en el tiempo. Ada hubiera querido convertirse en un pequeño mosquito etéreo, capaz de colarse por la oreja de Federico, transitar los recovecos de su cerebro y conocer los esclavizantes recuerdos que lo aprisionaban.

Por su semblante pudo adivinar que su protector navegaba por las aguas del pasado. Aunque aquello era un simple eufemismo: más que navegar, Federico parecía haber naufragado en los abismos de un ayer irrecuperable ¿Qué podía hacer ella? Él se rehusaba a hablar del tema, y Ada no se atrevía a insistir demasiado: temía que, de hacerlo, el pobre viejo se rompiera en mil pedazos, y ya nadie fuera capaz de rearmarlo.

—¿Querés un escocés? —le ofreció. Él negó con la cabeza, incluso antes de terminar de escucharla. Luego la miró, sonriendo con la dulzura de un niño. Su mirada era especial: tenía la capacidad de adentrarse por los ojos de su destinatario, llegando hasta la propia alma y calmando todos los miedos y ansiedades que pudieran habitar allí—. Ya terminé de ordenar la barra. Si no precisás nada más, me voy a conectar un rato a Nostalgia.

Al ver que Federico no le respondía, Ada se alejó de él, subió una vieja escalera de madera y llegó a su habitación. Sacó un porta-cristales de un cajón y, con la llavecita que escondía en la billetera, lo abrió. Allí estaban los cristales que contenían todas las memorias que ella había ido rescatado a lo largo de sus pocos años. De entre todos ellos eligió el recuerdo más doloroso. Por alguna razón, cuando sentía que algo estaba por terminar se ponía a pensar en cómo había comenzado todo.

Bajó hasta el sótano, donde escondían dos máquinas clandestinas de Nostalgia. Colocó el cristal en el corazón de una de ellas, se sentó en una silla de cuero gastado y conectó el cable madre al orificio de su nuca.

"—¿Hacemos un fondo blanco más? —sugirió Julián, su novio, tan borracho que le costaba modular—. Comencemos nuestra nueva vida de ricos con la gran resaca que nos merecemos.

Festejaban, junto a una pareja amiga, el éxito del robo más importante de sus vidas: el hurto de un cristal a un Oficial de Esprits. Un atrevimiento impensado para cualquier persona que estuviera en su sano juicio. Pero ellos no se caracterizaban por su sanidad mental, y Julián había insistido en ejecutar aquel golpe luego de que un acaudalado desconocido les ofreciera una suma que, de otra forma, solo hubieran visto en sueños.

La brutalidad de un hombre sin amorWhere stories live. Discover now