Memorias de Noel III

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"Mi corazón se detuvo un instante y luego comenzó a trabajar con mucha intensidad. Martín se había suicidado ¿Significaba eso que me había convertido en un asesino?

Satanás, simulando que quería contarme alguna de sus disparatadas proezas sexuales, me había apartado de la muchedumbre , llevándome hasta el área de los lockers.

—¿Qué le hiciste? —Una vez perdida la máscara de serenidad que impostaba en el comedor, su semblante se veía ahora desfigurado por el pánico.

—No tengo idea —admití con un hilo de voz—. ¿Me vas a delatar?

—¿Te caíste de la cuna cuando naciste? Si ese troglodita está muerto, es porque vos me salvaste la vida —hablaba en susurros, con sus ojos azules perlados de lágrimas—. Mi lealtad será inamovible hasta el fin de los tiempos. O hasta que nos apuñalen en un calabozo. Lo que llegue primero...

Solté una risa incómoda. Aquello era muy típico de Satanás: cuanto más ansioso se ponía, más bromeaba.

«No nos sirve de nada este idiota acaparando la atención con sus nervios. Calmalo».

Lo observé a los ojos durante algunos instantes, adentrándome en su mundo interior: todo temblaba, estaba desequilibrado. Me concentré en estabilizarlo y, lentamente, su difusa aura se apacigüó.

—¿Creés que me van a culpar? —le pregunté, probando su estado de ánimo.

—La verdad que no —dijo él, tranquilo y decidido—. No hubo ningún contacto físico y nadie te vio tampoco hablando con él, o haciendo algo que pueda haberlo inducido a suicidarse.

—Gracias, amigo —le respondí, antes de despedirlo.

«¡Obvio que pueden culparnos! Cualquier persona que sepa que los implantes confieren poderes psíquicos y que nos han hecho uno a nosotros, podría relacionarnos con el suicidio. Fue mi error. Lo admito: el gusano era demasiado débil y yo no sabía cuán fuerte somos. Voy a extrañar su carita de perro apaleado» me dijo la furia.

A medida que pasaban los meses, la Bestia dejó de ser una voz de fondo para acabar adquiriendo un control parcial sobre mi cuerpo. Se convirtió en una suerte de copiloto de mi día a día, como si fuéramos dos mentes conviviendo en armonía perfecta dentro de un mismo organismo: mi propio cuerpo. Nos turnábamos el control sobre éste de una forma harto natural: a veces era yo el que ejercía la dominio, otras veces era ella. A la larga dependía de cada situación en concreto y de lo mucho que desearamos actuar en esas circunstancias. De la intensidad de nuestro deseo de acción, por decirlo de otra forma. Así, nunca podían haber conflictos entre nosotros, ya que los dos creíamos estar ocupándonos de las cosas importantes, mientras que le relegábamos al otro lo que considerábamos tedioso y aburrido. Lo rutinario.

La principal característica de la Bestia era su desmedida ambición. Todos sus movimientos estaban fríamente calculados para ganar poder. Nunca se relajaba. Aun estando con conocidos, en lugares a los que sabía que nunca volveríamos, ella medía cada palabra, cada gesto, tratando siempre de conseguir información, de hacer nuevos contactos, de seducir, de intimidar. Según ella, en la carrera del poder no había activo más valioso que la reputación.

«Todo aquel que nos conozca o haya escuchado hablar de nosotros, debe tener en claro un par de cuestiones —solía decir—. Primero: siempre decimos la verdad. Segundo: cuando nos hacen un favor, devolvemos dos y, cuando nos perjudican, mil. Tercero: somos invencibles y despiadados. De esta forma, sacaremos un provecho estratégico a la mentira, seremos los últimos a los que traicionen y podremos ganar batallas sin tener que ensuciarnos las manos.»

La brutalidad de un hombre sin amorWhere stories live. Discover now