me he restringido a mí mismo innumerables veces el hecho de relatar aquí (o en otra red social) lo que va o no va bien. Fundamentalmente porque soy consciente de que nadie pagaría precisamente una cantidad considerable de dinero por leerlo. Pero la gota ha colmado el vaso y yo, lleno de rabia y de impotencia hacia mí mismo, no he podido contenerme más.
No voy a inflingirme más dolor del que ya he sido capaz de sentir por desgracia; mis carnes están desgarradas y mis entrañas hechas añicos, cosa que de hecho, es la consecuencia inmediata e inevitable de lo sucedido. Y lo sucedido es que no me encuentro. No sé dónde estoy ni dónde debería estar. Muchas veces -la mayoría- pienso que debería dejar de pensar tanto, al menos tan recurrentemente, y que nada de esto me está ayudando a hacerlo (tanto el hecho de pensar que debería de dejar de pensar tanto, y el hecho de pensar que debería dejar de pensar tanto en estos momentos, escribiendo esto para quién sabe a quién). No sé quién soy ni qué se supone que debería ser.
Siento que he pedaleado tanto hasta ahora para llegar donde realmente estoy que, cuando me he dispuesto a despegar por última y contundente vez, me he quedado sin cuerda. No es ni falta de motivación, ni baja autoestima, ni nada por el estilo, pues es lo primero que las gentes frívolas con complejos de psicólogos o terapeutas piensan que me acontece. No, no es el caso presente. Se trata simplemente de no encontrarme a mí mismo haciendo lo que se supone que debería estar haciendo. Ni encuentro trabas, ni siento que las cosas vayan mal, ni que el mundo ni el tiempo no me acompañen. No es eso. No, no lo es.
Es honestamente frustrante verlos a todos concentrados y felices de lo que persiguen porque saben que tienen un pie más allá, que acá; porque saben, en el fondo de su ánimo y su alma, que lo lograrán. No les cabe duda de ello, y eso es lo que tan fuertes los hace: el hecho de conocer la verdad del futuro sin aún haberlo vivido. Es frustrante y difícil de entender mis palabras, pues ni yo mismo las entiendo, a pesar de tener un sentido omnipresente en mi vida y en mi ser como espíritu atento. Soy consciente fervientemente de mi objetivo realmente -pues negarlo sería negarme a mí mismo en este instante- pero de lo que no estoy tan seguro es de mi notable falta de contundencia en materia. Desconozco si el mundo al que pretendo enfrentarme me dará realmente las verdades y las respuestas que mi ser necesita -aclaro que cabe discernir entre "yo" y "ser", pues son dos acepciones claramente distintas. La una no es consciente de la otra y la otra, es consciente de la una y de ella misma. Ahí, pues, hallaríamos la dicotomía- , y es tremendamente terrorífico, peliagudo y frenético, en el sentido más intrínsecamente adherido.
El hombre, como responsable de su vida y de sus acciones, necesita como imperativo vital saber una serie de cosas y entender una serie de situaciones que le acaecen. Ya no basta con un libre albedrío en el que nada se sepa ni se quiera saber. Se debe ser consciente en todo momento de lo que se siente y de lo que no se debería de sentir, pero eso solo lo sabrá quien niegue principalmente todo lo que hasta ahora ha afirmado y se atreva a volver a construir su propio edificio de verdad, de responsabilidad y de alma. No es fácil, pues, lo que aquí relato, porque lo que se desconoce se hace tabú, y los tabues nos hacen engrandecernos y orgullecernos de lo que pensamos que no lo son, y es donde nos refugiamos, creyendo verdaderamente que la única realidad es la que sabemos, y que nada más hay por descubrir porque preferimos no conocer la posibilidad de que lo haya.
El miedo podría hacernos valientes. El miedo es identificable, esa es su virtud. No hay mejor enemigo que el que conocemos y sabemos perfectamente cómo va a actuar, pero lo que escapa a nosotros es el no saber cómo somos nosotros sin miedo. Nos da más miedo no tener miedo, que tenerlo.
Nada más que añadir.
Leco, 20 de noviembre del 2019
