ZOMBIS: Un corazón late

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¿Si no creía en nada de eso por qué lo había hecho? El dolor de la pérdida hizo que me dejara llevar por una tonta y absurda fantasía propia de película. Aún no ha pasado tiempo suficiente para que siquiera me haga a la idea, una semana no es nada, a pesar de que el segundero de mi vida parece haberse ralentizado hasta casi detenerse.

Leí que el vudú me ayudaría, había sucumbido al absurdo de ir a un hechicero para que me devolviera a María, pero aún nada ha pasado. De nuevo las lágrimas hacen aparición, en unos ojos que creía ya secos. Miro a mi alrededor y veo toda la decoración navideña que ella puso, el árbol que decoró con toda la ilusión y sin dejar de sonreír. Me cabreo, y solo tengo ganas de romperlo, sacarlo de mi vista y destruir todo aquello que me recuerda que ya no está.

A punto estoy de hacerlo cuando el timbre de mi teléfono suena.

—La tengo. Estará ahí en una hora. —La voz tras el teléfono me deja frío.

Me duele el pecho, creo que por la forma en que el corazón me late y parece querer salir.

El teléfono se me cae de las manos y no puede darme más igual que se haga trizas, en apenas una hora volveré a estar completo.

El segundero de mi reloj particular sigue moviéndose con una desesperante lentitud, pero tras sesenta minutos, tres mil seiscientos eternos segundos, que casi he contado uno por uno, pegan a la puerta. Está abierta, siempre lo está, nada ocurre por estos lares como para que haya que cerrarla.

—Te advertí que no había que tomar una decisión así a la ligera —dice el hechicero con voz seria.

Yo solo atino a afirmar con la cabeza, que diga lo que quiera, porque ella está aquí. Tras él aparece mi mujer. Él suspira, resignado, y se marcha. María, por su lado, se queda en la puerta inmóvil y yo, sin poder evitarlo más tiempo, me lanzo hacia ella y la abrazo.

Ni siquiera hace el amago de devolvérmelo, pero me da igual. Veo que mira hacia el frente, a la nada. Tiene una expresión vacía, solo es un cuerpo, que aún guarda la lividez de la última vez que la vi, en la mesa de la morgue. Noto que mi corazón se salta un latido, luchando contra mi mente, que sabe que María no está. Busca latir a su ritmo, un ritmo que no existe, sintiéndose por fin completo.

He jugado con la muerte, que se ríe de mí. Sé qué es lo correcto, sé que he de terminar con esta falsa ilusión pero, por primera vez desde los últimos siete días, mi segundero avanza a un ritmo normal.

—Vamos, cariño, voy a poner la cena —le digo, llevándola hasta la mesa.

Se mueve por inercia, y creo que estamos a la par. Un corazón late, pero somos dos entes sin vida cenando en Nochebuena.

Diciembre dinámicoWhere stories live. Discover now