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Siguen siendo cartas, pero ya no de juegos


ELLA.

Tres días después de lo sucedido en la tarima de la feria, todo Tagus estaba conmocionado.

Confundido.

Y asustado (o cagado, mejor).

Porque, spoiler: ser hijo de padres influyentes o ricos no te garantiza no ser víctima de un asesinato brutal.

Se habían cancelado los eventos, incluso esos legendarios juegos que hacían los alumnos el primer día. Lo que más se susurraba era: «hay un asesino».

Por alguna razón, las versiones de: «hay una asesina» eran pocas, aunque la maldad no tiene género.

Un error, niños ricos.

El punto era que la policía había cerrado el parque entero mientras hacían sus análisis y averiguaciones y todas esas cosas que se hacen cuando ocurre un asesinato. Estaban por —casi— todas partes, pero las clases sí transcurrían con normalidad.

Por esa razón yo estaba en la mía, en el edificio de la facultad de arte. Más específico: en el gran salón de prácticas de ballet. Debíamos demostrar a la profesora lo que sabíamos, era mi turno y todo iba muy mal.

Por alguna absurda razón el sistema de sonido no funcionaba, así que no podían reproducir una canción para mí.

Los demás estudiantes de ballet estaban de espectadores mientras que unos cuantos intentaban resolver el problema en la laptop conectada a los altavoces. Yo seguía en el centro del salón, preparada para bailar. Honestamente, no estaba tan estresada a pesar de que mis inconvenientes serían ventajas para otras...

Hasta que de pronto apareció él.

—Yo podría ayudar —le dijo Ascian a la profesora, parado en la entrada, cordial, servicial, amable.

Las miradas se fueron hacia su figura en cuanto habló, porque, ¿no dicen que un Cash se roba la atención apenas entra a un lugar? ¿No dicen que, a pesar de ser detestados, si uno de ellos pisa una sala, resalta más que los demás por el atractivo contraste de su cabello negro y sus imponentes ojos grises?

Tal vez por eso no fue sorpresa que muchos se pusieron a susurrar, unos cuantos a criticarlo, y otras chicas a comérselo con una intensa mirada. A decir algo tipo: «lo odio, pero yo sí me metería con él...».

Por supuesto, Ascian hizo caso omiso a lo que pasaba a su alrededor. Solo se aceró a la profesora y se puso a explicarle con sus ademanes elegantes y llamativos que podía ayudar con la música de una forma especial:

—Sé tocar el piano, y ahí tienen uno.

Sí, había uno de color blanco en la esquina de la sala. La profesora no parecía una mujer paciente, por lo que tras otras cosas que él le dijo con su encantadora sonrisa de dientes perfectos y que no pude escuchar, aceptó.

¿Sorprendida? No. Era bueno en lograr lo que quisiera aun teniendo al mundo en su contra.

Ascian avanzó. Pasó frente a mí sin mirarme, tranquilo y confiado. Sus botas negras trenzadas podían patearte el culo y lanzarte al otro lado del mundo, y su chaqueta gris era larga, costosa y misteriosa. Rodeó el piano y se sentó en la butaca. Puso sus dedos sobre las teclas. En una de las manos, el guante de cuero le cubría tres: el pulgar, el índice y el medio.

Me puse en posición. Lo lógico era que él me diera la oportunidad de decirle qué canción necesitaba, por eso iba a hablarle:

—Necesito...

Uno de nosotros va a morir © [Perfectos Mentirosos 2da Generación]. Where stories live. Discover now