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A la mañana siguiente de haber huido con Teodoro tuve la fugaz intención de abandonarlo o matarlo.

Aún no habíamos sellado el pacto pero nuestros destinos ya estaban unidos por nuestras decisiones. Sabía que lo único que impedía que el maestro Gonzalo y sus hombres acabaran conmigo era el miedo que sentían hacia Teodoro. Pero quería deshacerme de él.

Mis sentimientos por Teodoro eran algo que no podía reprimir. Me había inspirado desconfianza desde el primer momento en el que lo conocí, hacía entonces cinco años, cuando sólo era un aprendiz de exterminador. Pero más tarde, según coincidí en misiones con él y empezó a frecuentar la sede de Toledo, sus maneras terminaron por causarme repulsión. Su humanidad era aberrante. No se comportaba como un vampiro, no se comportaba como el monstruo que era capaz de ver en él, en el reflejo antinatural de sus ojos, sino como un hombre que se esforzaba en parecer piadoso.

Ese había sido su error, su empeño en parecer lo que no era. Mis compañeros achacaban sus segundos de duda, sus miradas de refilón y sus respuestas compasivas a la juventud.

­-Ni siquiera ha alcanzado el medio siglo -me había comentado una vez mi maestro, después de que le contara que su presencia me hacía sentir inquieto-. Es normal que no esté seguro de cómo tenga que actuar. Si llevara la matanza en la sangre sería perturbador. Tendríamos que encargarnos de él.

Pero se equivocaba. Teodoro llevaba la matanza en la sangre, en los ojos y en el alma. Era capaz de verlo cada vez que coincidíamos. Percibía el temblor de sus manos ante una posible víctima, el latido ansioso de su corazón y cómo entreabría los labios, dejando escapar lentamente el aire como si así expulsara sus deseos más oscuros. Pero no dejaba que salieran al exterior. Lo único que hacía era reprimirlos, reprimirse, y eso era lo que lo volvía repulsivo. Era igual que carne macerada durante años en una prisión. El olor de la podredumbre llegaba a mí antes de que su figura se perfilara al otro lado del corredor.

Mi maestro debió haberme hecho caso. Quizás yo no fuera más que un niño en aquel entonces, pero había sido marcado por la raza de Teodoro antes de haber nacido. Mi relación con los exterminadores se debía a eso. Ellos habían salvado a mi madre de un pastor de humanos. Yo, el nonato que habitaba en su vientre, había sido concebido con la idea de ser un saco de sangre, ganado para encerrar en un pequeño cubículo, siempre listo para ser ordeñado.

Me habían inoculado la emobia, o más bien una variante de laboratorio, y la producción de glóbulos rojos era mucho más rápido en mi cuerpo que en la de otro ser humano. La enfermedad también me había dado otras características comunes a los aquejados por mi mal, ya fuera por naturaleza o como yo, por intervención de un pastor.

No era ninguna rareza entre los míos. Tenía facilidad para percibir cuándo una persona no era tan humana como pretendía ser y especialmente podía notar esa bestia que siempre parecía acechar desde el interior de los Hijos de la Sangre, ese ser corrupto que sonreía perversamente y me hacía sentir en casa.

El monstruo de Teodoro rara vez asomaba. Podía verlo en ese brillo antinatural de sus pupilas, un brillo que no solía ver en el resto de los de su especie, que me mostraba cómo se retorcía y lo devoraba por dentro, clamando por salir, pero Teodoro permanecía impasible, mirando a su alrededor, observando los cuerpos recientes, aún frescos, y aspirando el aroma dulzón de la muerte y la putrefacción como si fuera uno de nosotros, sin que el ansia lo dominara.

Mi maestro hablaba de inexperiencia. Creía, al igual que todos, que ese segundo de duda que Teodoro tenía antes de matar, esa forma torpe de acabar con la vida sin destreza ninguna, derramando las tripas de sus enemigos en ocasiones y en otras cercenando sólo a medias las cabezas de los pobres desgraciados, era porque le remordía la conciencia, porque no estaba seguro de cómo debía hacerlo.

DevociónWhere stories live. Discover now