VI

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Nuestro pacto fue sellado a un día de Plasencia.

Nos detuvimos en un llano en la cima de un despeñadero. Desde ahí podía ver el valle del Jerte e intuir el curso del río. El aire seguía frío y húmedo, pero había algo distinto en él. Alcancé a distinguir un olor fresco, tan intenso como etéreo,  y comprendí que la menta comenzaba a verdear.

Esa noche, cuando Teodoro llegó con la caza, saqué el cáliz de la bolsa y lo puse frente a mis pies. El fuego arrojaba un juego de luces sobre su superficie pulida, imbuyéndolo en un halo místico, y sentí la respiración deteniéndoseme en el pecho.

Miré la copa con insistencia, esforzándome en separarla de cualquier peso religioso, pero cuanto más me esforzaba, más consciente era de que estaba a punto de oficiar mi primer servicio en nombre del Octavo con un cáliz consagrado al Señor. Todo mi cuerpo temblaba de inquietud, a pesar de que mi mirada fue firme cuando la alcé para encarar a Teodoro. Me estaba sonriendo.

—¿Será hoy?

Asentí. Era incapaz de articular palabra.

Su sonrisa se hizo más profunda, más amable, y se levantó para tomar su petate y dejarlo caer a mi lado mientras se sentaba a mi izquierda. Rebuscó entre sus cosas y extrajo una navaja con un solo filo, demasiado parecido a un cuchillo de cocina.

No pude evitar fruncir el ceño. Esperaba una daga enjoyada, acorde a la situación. Por el contrario me tendía un arma que se habría visto mejor en las manos de una dama mientras le retiraba la piel a una fruta.

Lo cogí y lo sopesé por costumbre. Demasiado ligero. No me sentía cómodo.

Me remangué la manga izquierda y observé la piel pálida de mi brazo. A partir de la muñeca se volvía negra, oscurecida por el sol y la suciedad. Era imposible alcanzar a ver el final de las venas que pasaban por mi muñeca, tornándose apenas una insinuación azulada hasta llegar al final del antebrazo, donde su tono se volvía otra vez intenso.

Cuando Lucía me había dicho cómo debía hacerlo, me había tocado la parte posterior al codo con unas manos pequeñas y suaves.

—A esta zona se la llama sangría —me había dicho—. ¿No es un buen nombre para el lugar donde deberás introducir la navaja? Asegúrate de que tu corte sea profundo. No destroces la carne. Puedes ir lento, deslizándote poco a poco siguiendo el camino que te marcan las venas. Si lo haces demasiado rápido podrías tocar cosas que no quieres tocar. Mejor ve lento. Tu cliente te asistirá durante el lance.

Palpé la carne sintiendo su calor. Al alzar la vista vi que los ojos de Teodoro estaban fijos sobre mis muñecas. Comprendí que estaba sintiendo el ritmo pausado de mi pulso. Mi pecho latía con la serenidad de un tambor antes de la batalla.

Pensé en preguntarle si quería hacerlo él, pero habría sido la pregunta equivocada. Era mi donación. Tenía que salir de mis manos, brotar de ellas y por ellas. Nadie podía intervenir en el primer sacrificio. La sangre vertida directamente en sus labios o arrancada por sus colmillos jamás podía ser la primera, o el pacto quedaría mancillado.

Puse la palma bocarriba sobre mis rodillas, presionando los nudillos contra esta para mantenerla firme. Estaba temblando. A sólo unos centímetros estaba el cáliz. Me estremecí.

—Deja que haga yo las abluciones.

La sugerencia de Teodoro, recordándome sutilmente el paso que había olvidado, me confirió algo de seguridad. Su tono calmo o quizás la cercanía de su voz me hizo recordar que estaba en un campamento en la montaña, junto a las mantas sucias, el olor de los leños de pino y la olla descascarillada. Éramos nosotros dos, nadie más, como todos los días anteriores, como toda la noche. La estampa era tan cotidiana que no podía haber nada malo tras ella. Sólo un cáliz consagrado.

Teodoro giró la cantimplora sobre uno de los retales que guardaba en su mochila y luego se giró hacia mí. Me envolvió el antebrazo con la prenda húmeda, situó ambas manos sobre ésta y la deslizó hacia abajo. Sentía sus pulgares presionándome la carne, justo sobre las venas.

La sangre despertó. El color acudió a mi antebrazo, junto al calor, y la sensación agradable se extendió por mi cuerpo hasta llegarme al pecho, descendió por el vientre y se dividió en los muslos.

Teodoro repitió la acción varias veces, de abajo arriba y de arriba abajo, sin mirarme a la cara, concentrado. Yo observaba su rostro, preguntándome si se había dado cuenta de lo agitado que tenía el pecho, pero él no dio muestras de ello. Cuando terminó, puso el paño sobre mi rodilla y me indicó con un gesto que era mi turno.

Cortar mi propia carne fue más difícil de lo que creía. Rasgar la piel es fácil, introducir el filo de la navaja también, pero que la mano no te tiemble mientras lo haces, mientras te planteas si llegarás a tocar algo que no quieres, como me advirtió Lucía, y terminaría inutilizando una de mis extremidades, hacía que cada centímetro fuera eterno, angustioso y agónico.

El dolor era ácido, un escozor intenso que se extendía bajo la piel, y ardía al contacto con el acero. En mi mandíbula pude sentir el sabor de la sangre sin probarla. Entraba por mi nariz y lo envolvía todo. La visión de las gotas rojas deslizándose perezosamente por mi brazo, hacia la mano, me embotó los sentidos. Sólo era consciente de la mano, del dolor, del calor de Teodoro a mi lado, cada vez más cerca, cada vez más oscuro, alargando su sombra sobre mí, y del luminoso cáliz vacío.

Cuando la primera sangre manchó su superficie planteada, escuché un siseo y pensé que era el líquido en contacto con el materia templado junto a la hoguera. Me equivocaba. Era la respiración de Teodoro junto a mi oído.

La sangre se deslizó pausadamente, oscureciéndose entre una lágrima roja y la siguiente. Veía como la gota se convertía en una mancha, y la mancha en un círculo deforme, luego cogió cuerpo y forma, cada vez más oscura, cada vez más negra y más espesa.

No se había alzado ni dos dedos cuando Teodoro declaró que sería suficiente. Me tendió las telas para que me vendara y tomó el cáliz. Posó los labios sobre su borde y aspiró profundamente. Pude ver la sonrisa de satisfacción mientras dejaba caer la cabeza hacia atrás y tomaba la minúscula ofrenda.

—Es un pacto —me dijo al volverme a mirar. Sus ojos brillaban con una luz sobrenatural, intensificada por la excitación. —Mi vida no responde más que a la tuya, y la tuya no tiene fin sin la mía.

—Mi alma no responde más que a la tuya —continué, la mirada perdida en el sonrojo de sus labios—, y la tuya no tiene fin sin la mía.

Guardamos silencio. En torno a nosotros sólo se escuchaba el chasquido de la madera al quemarse, el ulular de una lechuza lejana y el crujido de las ramas por la brisa. Hacía frío, el mismo frío de siempre, intenso y persistente, en algunos momentos inhumano, pero en ese era sólido y protector. Igual que sólida y protectora era la noche sobre nosotros.

—No lo saqué de una iglesia —me dijo al levantarse, rompiendo el silencio—. Había una caravana yendo hacia Madrid. Mercaderes —aclaró.

Miré el cáliz en sus manos, intentando sentir alivio, pero no encontré nada. Comprendí que ya no tenía importancia. Comprendí que en el fondo nunca la había tenido, como miles de cosas que me habían aterrorizado en el pasado.

Yo había liberado a Teodoro de su prisión cuando me eligió a mí sobre los hombres que lo gobernaban. Él me había liberado de la mía cuando lo elegí a él sobre los miedos que me oprimían.

—Ahora tú eres mi dios —susurré.

Teodoro negó lentamente.

—Soy tu iglesia.

DevociónWhere stories live. Discover now