IV

431 54 4
                                    

—¿Por qué no los mataste?

Teodoro me había cargado durante horas, días, o quizás tan sólo minutos. Del viaje no recordaba nada más que la terrible sensación de asfixia, el líquido bajando por mi garganta y mi nariz goteando mientras mis pulmones se esforzaban por conseguir algo de oxígeno.

Recuerdo mis manos laxas, congeladas y amoratonadas, apuntando hacia el suelo. La nieve espesa abierta bajo los pies del monstruo y esporádicas salpicaduras oscuras manchando el suelo. Mi sangre. No podía ser más negra.

Sé que llegamos al refugio antes del alba, pero no podría decir cómo fue.

En algún momento desperté con la sensación de que estaba muerto. No había un solo músculo de mi cuerpo que me respondiera, pero no había muerto. Lo supe de inmediato. El dolor me  agarrotaba la carne. Ni siquiera podía girar la cabeza. Sentía los labios y los ojos hinchados, y de nuevo esa ansiosa necesidad de respirar profundamente. Todo lo que salía de mi nariz era un silbido agotador.

Escuchaba el frío y debajo de este al viento. Supe que Teodoro estaba cerca por el sonido de algo quebrándose, como pequeñas ramas podridas. Luego lo vi a él. Se situó delante de mí, observó mi cara y al verme despierto intentó una sonrisa. Era la sonrisa de un cadáver.

—¿Por qué no los mataste? —recuerdo que lo pensé. Recuerdo que pensé haberlo dicho, y que después comprendí que en mi boca sólo había una lengua hinchada que apenas era capaz de agitarse.

Luego volví a quedar inconsciente. Conservo en la memoria el momento en el que sucedió. Teodoro me sostuvo por debajo de las axilas, haciendo que un dolor lacerante me atravesara los hombros y se extendiera por mi columna vertebral. Me arrastró unos metros, y entonces sentí el estómago revolviéndose, un sabor dulce en la profundidad del paladar. Mi corazón dio un latido descompasado. Lo sentía débil, asustado, y estaba seguro de que no volvería a despertar.

No fue así, claro.

* * *

Desperté miles de veces. Creí que fueron miles de días. Todas ellas la pregunta seguía arrastrándose en mi boca, sílaba a sílaba, intentando formar palabras comprensibles. Pero todo lo que conseguía era que Teodoro me acercara un poco de sopa o me cambiara las vendas.

El dolor de cabeza era tal que poco después de abrir los ojos volvía a cerrarlos. Cuando despertaba, el dolor seguía conmigo, eterno, siempre constante, aplastando el ángulo bajo la oreja. Tardé una eternidad en comprender que mientras dormía, el escozor de las heridas y los cataplasmas me hacía apretar la mandíbula hasta el punto de hacerlo insoportable.

Teodoro lo había notado antes que yo. En una ocasión desperté con una de las mangas de su gabardina entre los dientes, agitado e incapaz de respirar. En otra fue con ramas partidas clavándoseme en el paladar, y en otra royendo un cinturón de cuero.

Entre las pesadillas de mis despertares, cuando era incapaz de hilvanar algún pensamiento coherente, llegué a plantearme el acabar con él. No en ese momento. Pensé en matarlo más tarde, cuando estuviera más fuerte pero sin necesidad de estar recuperado. Di por sentado que en el momento en el que mejorara, Teodoro dejaría de acercarse a mí con tanto descuido, volvería a poner las distancias y a aproximarse por mi derecha, a tomar otro camino para verse conmigo en algún punto y observarme de soslayo, y no podía permitir que ocurriera.

Si quería matarlo, debía hacerlo antes de que se volviera inaccesible. De otra forma, pensaba, terminaría convirtiéndome en otro humano al servicio de un vampiro inútil.

No analicé dónde estaba hasta que los dolores se mitigaron y pude permanecer más de unos minutos consciente y lúcido. Ya había intuido que había construido una pequeña choza con ramas y barro, cubriéndola con una última capa de nieve dura y creando un hogar cálido.

DevociónWhere stories live. Discover now