II

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Cuando conocí a Lucía, la mujer por la que más tarde traicioné a los míos, me explicó muchas cosas que yo no sabía de Teodoro.

Muchos de mis miedos cobraron sentido.

—No es uno de nosotros —me explicó una vez mientras me observaba llenar su copa con la sangre de una gallina que había robado—. Es un siervo del Octavo. No tiene estirpe ni nombre. Los que son como él, son entregados al Octavo cuando cumplen los ocho años, y no se vuelve a saber de ellos. Para ustedes serían algo así como los ángeles de Dios, encargados de hacer cumplir su voluntad y de llevar su ira allá donde este la requiera, con la diferencia de que ellos sí existen, y su ira es aterradora.

A Lucía le gustaba que le hablara de mi vida en la sede y de mis misiones. Le gustaba oír sobre el mundo exterior tanto como escuchar sobre las costumbres humanas. Pero si había algo que era capaz de atrapar su atención como nada más, eran mis comentarios sobre Teodoro. Cuando yo me encontraba sin ganas de hablar con él, me incordiaba con preguntas infantiles. Lucía tenía un alma infantil, una mente fresca y viva, pero una curiosidad y una terquedad propia de un niño de diez años.

Poco después de que escapáramos juntos, me dijo que si alguna vez le ocurría algo, debía acudir a Teodoro.

—Él te ayudará. Te lo aseguro.

Era una dama que había sido educada en el seno de una familia sin parientes ilustres pero acomodada económicamente. Su enlace con el maestro Gonzalo había sido acordado treinta y seis años antes de que naciera, cosa normal entre estas familias con un índice de natalidad tan bajo y una vida tan larga.

Se la había educado en la doctrina del matrimonio y su infancia y adolescencia transcurrió en un eterno estado de ansiedad, deseosa de poder ser desposada y cumplir con su cometido. Luego descubrió lo que significaba ser realmente una esposa, el aburrimiento de los largos años encerrada en el hogar, el silencio al que la condenaba su marido, el temor cuando lo escuchaba acercarse, las miradas envidiosas de las concubinas y la culpa constante por ser incapaz de darle un heredero a su dueño, y deseó ser otra cosa.

Cuando la conocí, vestía con la ropa más cara, con los diseños más novedosos y las joyas más ostentosas. Su piel era brillante, tintada por el color de la buena salud, y su porte siempre digno estaba preparado para encorvarse en una inclinación y desaparecer discretamente entre las sombras. En sociedad no decía una palabra de más. O más bien, no decía una palabra. Pero en privado, sus ojos brillaban y las preguntas acudían a sus labios constantemente.

Cuando la rescaté de su condena en el gineceo, sólo teníamos un objetivo en mente: darle la libertad. Pretendíamos cruzar la frontera y pedirle asilo a la familia Du Ponte, enemiga de la estirpe del maestro Gonzalo desde principios del XVII, cuando ambos linajes competían para extender sus influencias en la corte de la Casa de Austria. Pero nuestros planes se vieron frustrados antes de que alcanzáramos a llegar a Extremadura y fuimos separados.

Los últimos días ya sabíamos que no lo conseguiríamos. Los dos habíamos notado que nos seguían desde muy cerca, que sólo sería cuestión de tiempo que cayeran sobre nosotros y que jamás podríamos oponer una resistencia real.

Lo asumimos con estoicismo. Lo habíamos asumido en el mismo momento en el que sellamos nuestro pacto, la primera vez que sacrifiqué un animal en su honor. No era una entrega absoluta, pero ella ya tenía dueño y su exhaustiva educación le impedía siquiera concebir el beber de otro varón, aunque traicionara a su esposo con su huida. Estábamos preparados para la muerte y ahora que la teníamos más cerca, sólo podíamos aceptarla con amargura, sin mencionarlo.

Ella hacía tiempo que había perdido el color. Se seguía alimentando de lo poco que conseguía cazar y, llegado el último momento, accedió abochornada a clavar sus dientes sobre mi cuello, pero la marcha forzada, la obligación de viajar bajo el inclemente sol y la escasa comida que alcanzábamos a reunir hacían mella en su cuerpo. El alma de los vampiros es inmortal, su carne, en cambio, es susceptible a la muerte.

DevociónWhere stories live. Discover now