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Salió de su habitación solo cuando vio por la ventana a su padre alejándose de la casa. Esa mañana ni él ni su madre lo llamaron, a pesar de que ya llegaba tarde a sus tareas. Isaac bajó las escaleras hasta la cocina en silencio. La piedra fría bajo las plantas de los pies le recordó a la piel de las serpientes.

—A buenas horas, muchacho. Come algo y ve al huerto.

—Buenos días, madre. —Nada más sentarse se vio frente a un bol de granada y miel. Algo extraño, pues aquella no solía ser la primera comida del día, pero sí eran dos de los alimentos que más le gustaban a él. No tenía hambre—. ¿Y las cabras?

—Tu padre ya ha salido con ellas. Tienes los ojos rojos, ¿has dormido?

—Sí, madre.

—No seas embustero.

—No lo soy.

Ella se dio la vuelta y siguió machacando avena en el mortero. La casa contenía los ruidos del día a día: su madre trasteando en la cocina, el cantar de los pájaros matutinos entrando por las ventanas, el murmullo de las hojas de la morera en el centro del patio, el perro pastor, Tomás, rascándose el lomo bajo su sombra. El sol del verano bañaba todas las estancias. Era un día pacífico, un día de trabajo duro, pero bien recompensado. Un día más. «En un par de semanas vendrán los primos de Harar a celebrar; hemos enviado a un mensajero», dijo su madre sin dejar de machacar. Pam. Pam. Pam. Isaac contribuyó a conversar sobre aquellos primos y dejó que su madre hablara, pero más tarde no recordaría nada de lo que había dicho.

Tenían otros primos más lejanos, en Ur, su tierra natal, que no habían tenido tanta suerte como ellos. Desde el principio, sus inversiones no salieron bien. Sus ovejas murieron por una enfermedad extraña que se contagió por todo el rebaño en cuestión de días y uno de sus esclavos les robó todos los objetos de valor antes de huir en mitad de la noche. El hijo mayor murió, al segundo lo vendieron y a la hija menor la casaron con un extranjero rico.

—Sabes que tu padre hizo lo que debía hacer, ¿verdad?

El cuerpo se le congeló. Su expresión era la de una roca bañada por la tormenta: pétrea, inamovible, impertérrita; un ejercicio de camuflaje con el que pretendía engañar a la mujer que le había dado la vida. Cayó en la cuenta, de pronto, de que nada había sido un mal sueño, de que el mundo se había roto irremediablemente el alba anterior. Cuando cruzó la puerta de casa se dio cuenta de que ya no se sentía seguro en ella.

—Sí, madre.

Sara le sonrió como todas las mañanas mientras se limpiaba las manos en un trapo, aunque se quedó mirándole unos largos segundos antes de salir al patio interior. La única compañía de Isaac se transformó de pronto en el plato de fruta, al cual las moscas amenazaban con invadir de un momento a otro si continuaba sin tocarlo. Tras la sensación de frío llegó un calor abrasador desde su estómago. La piedra de la casa y sus corrientes de aire transformaban el interior en un lugar más fresco que la sombra de un árbol, pero ahora estaba atosigado, empezaba a transpirar. También sentía un ligero hormigueo en las plantas de los pies. Quería marcharse y a la vez no deseaba hacerle frente al día. La casa, que siempre había sido un refugio, le asfixiaba.

Comió sin ganas y recogió la hoz del patio antes de dirigirse al huerto, a unos cincuenta pies al este del edificio. Estaban preparando más terreno para ampliarlo, por lo que tenían que cortar la vegetación salvaje primero. Isaac actuaba de forma automática, como si su cuerpo y su mente no estuvieran en armonía. Se preguntó si durante el silencioso viaje de vuelta había caído enfermo por no dormir, si bien no le importaba lo suficiente en ese instante. También se le ocurrió pedir consejo al Señor, pero pensar en él siquiera le resultaba terrorífico. Alzó la mirada. El sol, implacable, amenazaba con prender fuego a los campos más secos. El mismo sol con el que su padre había intentado perder la vista.

Cordero de DiosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora