II

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Isaac no se percataría apenas de lo que había cenado esa noche, pero sí de que las granadas le dejaron los dedos teñidos de rojo. Querría haberse ido el primero a dormir; sin embargo, la comida no le entraba en el cuerpo y tragaba lentamente, como si cada cucharada, cada grano o bocado fuera un esfuerzo. Su padre seguía emocionado por el nuevo cabritillo.

—Una pena que no haya coincidido con la visita de los primos. ¡Esos no han visto siquiera una cabra de cerca!

—Pues claro que no —rio Sara, a la que había contagiado la expresión traviesa al mirarla—. No seas malo, comercian con telas.

—Era broma, mujer. Lo importante es que somos todos honrados.

Y era verdad. A Abrahán siempre se le notaba cuándo bromeaba y cuándo no, la amabilidad de su voz no podía pasarse por alto. Era un hombre bromista, afable y directo, un hombre que nunca pensaba mal de los demás. Tierno, dirían algunos. Isaac había heredado de él el tono de piel y una nariz recta, algo aguileña, pero también la sensibilidad.

—Hijo, come un poco más. El Señor te ha sonreído, después de todo. Tu madre y yo estamos orgullosos.

Su padre se levantó de la mesa y se inclinó para besarle la coronilla. Isaac forzó una pequeña sonrisa. Abrahán se retiró al lecho y, cuando Isaac y Sara se quedaron solos, ella le retiró el plato de comida sin pedirle explicaciones. El amor de su padre era concreto, el de su madre inescrutable.

El chico se retiró con ese acuerdo tácito y se dirigió a la pila del patio para lavarse las manos. Enseguida vio el agua tintarse de granate, y se preguntó si la sangre del cordero aún manchaba la tierra del monte Moriá. La luz de la luna era suficiente como para que las marcas del forcejeo contra las cuerdas fueran notables. Dos pulseras invisibles le marcaban la piel de las muñecas, en una de ellas el rasguño le escoció al lavarse con agua.

Su padre nunca le había puesto una mano encima. No le había hecho falta. Isaac había sido un chico obediente toda su vida, no había sufrido desprecios ni carencias, fue un niño buscado y orado, el vivo ejemplo de que Dios cumplía sus promesas. «El que hace reír», lo habían llamado, porque su madre rio de incredulidad ante aquel milagro, tener un hijo a su avanzada edad no podía ser otra cosa.

Las lágrimas de Abrahán caían sobre el cuchillo en su regazo. ¿Habría escuchado bien aquel murmullo del viento? ¿Habría interpretado correctamente el complicado lenguaje de los designios divinos?

—Es la voluntad del Señor.

No recordaba qué había gritado o cuánto. «Padre, padre, no, por favor. No me hagas daño». La tierra recalentada por el sol le raspaba la mejilla y las piedras se le clavaban por todo el cuerpo. El calor era abrasador. «Me esforzaré más. Me iré lejos». Pero su padre estaba seguro de lo que había visto, seguro de lo que Dios le había susurrado al oído, seguro de reconocer la voz de su Señor. Él no se equivocaba. «Tengo que demostrarle mi fe», dijo Abrahán. «No puedo fallarle». El anciano alzó el cuchillo e Isaac lo vio recortado contra el inmenso y cruel cielo azul.

Abrahán.

El cuchillo se detuvo en el aire, al igual que cualquier respiración. Estaban dentro de una burbuja. Estaban bajo el agua, de pronto. Estaban flotando y muriendo, la realidad cambiaba a su alrededor.

Abrahán.

—¡Señor! ¡Oh, mi Señor!

Isaac también lo oía, por primera vez. Una luz más cegadora que el sol los sumergió por completo, y de la luz apareció una figura de contornos difuminados.

No lleves tu mano sobre el muchacho, Abrahán. Puedo ver que eres un hombre temeroso de Dios, porque no me has negado a tu único hijo.

La luz se había hecho pequeña; ahora solo era un halo sobre la cabeza de aquel enviado, pero mirarlo directamente dolía tanto como mirar al sol. La figura hablaba sin mover los labios. No era un hombre, tampoco una mujer. Medía el doble que ambos, era más grande que cualquier persona que hubieran conocido, y tenía la piel del color del oro, los ojos de un azul tan transparente que se confundían con el blanco, en eterno éxtasis. Las dos alas de piedra blanquísima que se extendían desde su espalda amenazaban el aire como un ave rapaz.

El arma había quedado abandonada en el suelo, y Abrahán ahora no se arrodillaba para ofrecer a su hijo en holocausto, sino para presentar sus respetos al Ángel del Señor. El Ángel se elevaba unos centímetros del suelo, los miraba desde arriba; su rostro no contenía expresión alguna.

—Oh, gracias, gracias a Dios —lloraba Abrahán.

Isaac vio por primera vez que sus manos temblaban. Las mismas manos que lo habían recogido tantas veces del suelo y le habían enseñado a hacer todo cuanto sabía en el campo ahora desataban las cuerdas que ellas mismas habían atado, ahora retiraban su amenaza de rebanarle el pescuezo. Las mismas manos que le habían traído a la vida y que por poco se la habrían arrebatado también.

Arrastró el cuerpo hacia atrás tan pronto como fue liberado, apartándose de su padre y del Ángel. Olía a sangre de vida y a descomposición. El halo se movía en círculos y arrojaba sombras desiguales sobre su rostro; sus facciones cambiaban a cada segundo, era imposible mirarlo más de unos instantes sin sentir un dolor agudo en las sienes. La imposibilidad de la criatura era tal que los pájaros habían dejado de piar y los insectos de revolotear los alrededores, pero aun así oía un zumbido como de abejas sedientas. Mirar el sol puede dejarte ciego, había escuchado alguna vez, pero mira a un ángel y te volverás loco.

El Ángel levantó un brazo y señaló, con una uña larga y curvada como la de un águila, algo a sus espaldas. Isaac sintió que la cabeza se le movía sola hacia un lado, igual de rápido que a su padre, y tras ellos encontraron que, en un arbusto hacia la bajada del monte, un carnero había quedado enredado por los cuernos. El animal no luchaba por desengancharse. También tenía los ojos casi blancos. En el arbusto no había nada hacía un minuto, Isaac lo sabía, pero al mismo tiempo el carnero siempre había estado ahí. Las dos situaciones eran verdaderas.

Abrahán rio. «¡El Señor nos provee!».

El chillido del carnero le heló los huesos. Isaac había visto sacrificar a los animales cientos de veces en su vida, tanto para comerlos como para librarlos de la enfermedad. Él mismo había sacrificado a muchos. Pero esta vez, aunque su padre hubiese alejado el cuchillo, lo sintió en las carnes cuando el filo atravesó la piel del carnero. La sangre empezó a manar de la herida, a caer por el cuerpo que convulsionaba hasta la tierra abrasadora. El rojo era tan intenso ante la luz del día que no parecía real. Los regueros escarlata se deslizaron como un río con vida propia hacia los pies del Ángel, creando un charco bajo ellos. Gota a gota, la sangre fue ascendiendo hasta el halo en una cascada inversa. Abrahán alzó las manos manchadas hacia él, aún de rodillas, pero el zumbido en los oídos de Isaac le impidió escuchar sus rezos y su júbilo cuando el mensajero del Señor lo bendijo por su ofrenda. El zumbido venía del ángel, pero no el de las abejas, sino el de las moscas, como si un enjambre de insectos se acumulara alrededor de algo muerto. Las pupilas de su padre, enormes a pesar de la luz, temblaban de fascinación.

Se acarició las rozaduras de las muñecas una vez más. Tenían buen aspecto, con un color rosado y la piel más morena alrededor ganando terreno para cubrir la nueva. Estaban curándose; en unos días ya no habría rastro alguno de lo que había sucedido en el monte. Ya no habría rastro alguno. Tras lavarse las manos, tiró el agua sucia fuera de la casa y subió al dormitorio.

Cordero de DiosWhere stories live. Discover now