III

3 1 0
                                    

Durante las noches siguientes, Isaac se arrodilló junto a la cama e intentó hablar con el Señor. Nunca había sabido cómo hacerlo. Su padre llevaba hablando con él toda la vida, decía que escuchaba voces de ángeles y la voz de Dios, y, aunque Isaac nunca había dudado de su veracidad en voz alta, a veces se preguntaba si sencillamente su padre no sería demasiado mayor. Ahora no había una pizca de duda en su interior, pero sí miedo, sí aprensión. ¿Por qué el Señor nunca había hablado con él? ¿Era de verdad su Dios y no otra cosa?

«Señor, sé que no soy digno, pero te pido respuestas».

Noche tras noche tras noche.

Una de ellas, oró hasta que la luna comenzó a descender del cielo, hasta la hora más oscura de las tinieblas. Ni siquiera en ese silencio terrenal, cuando el Señor debería poder escucharle mejor que nunca, sucedió nada. El chico suspiró y se derrumbó sobre la cama, abandonando la postura erguida. Las rodillas le dolían de las horas que llevaba postrado. Alargó entonces el brazo y sacó de debajo del cojín el caballo de madera, al que le dio vueltas en las manos. Había pertenecido a su hermano Ismael, se lo había regalado antes de su partida. Al caballo le habían partido la cola jugando una vez, pero su padre logró arreglarlo y, aunque no recordaba cómo, la grieta permanecía como prueba sobre la madera. Seguía siendo el mismo caballo, la cicatriz no se veía si no te fijabas, pero Isaac sabía que estaba ahí y ya no podía no verla. «No debes llorar», recordó las palabras de Ismael la noche de su partida.

—No quiero que te vayas.

Su hermano mayor lo miró desde arriba, de pie junto a la ventana. Tenía los ojos enrojecidos, quién sabía si por aguantar las lágrimas o llorar en secreto, oculto a los demás. Así era con todo. Gritaba con la primera lluvia del año y cantaba en las fiestas. Aprendía rápido, con una sonrisa en el rostro que escondía la frustración, nunca se quejaba del tiempo o la suerte, era más fuerte y más recto que otros muchachos de su edad. Había sido mucho mejor primer hijo de lo que Isaac sería nunca, el mejor hermano que podría desear.

—Ya sabes que no es mi decisión.

—¡Pero morirás en el desierto! Y Agar...

—No lo haré. Y no me separaré de mi madre.

—¿Pero sí de mí?

El joven presionó los labios, evitando por primera vez la mirada del niño. Isaac se preguntaba ahora si Ismael había sentido que todo se había roto a su alrededor en ese momento, si se había enfadado con su padre, si lo había adorado pero por primera vez le tuvo miedo.

—Hay que obedecer a nuestro padre.

—No es justo...

—Es lo que es. Mi madre es esclava, la tuya no. Nací porque tú no lo hacías, pero ahora estás aquí y Sara vela por ti. Debes ser obediente. Vas a tener una buena vida.

—No quiero una buena vida —lloró Isaac—. Quiero a mi hermano.

Y su hermano suspiró, un sonido de cansancio hasta los huesos. Entonces recogió el caballito de la mesa en la esquina y se sentó a los pies de la cama, donde el menor seguía encogido en sí mismo. Le abrió uno de los puños y dejó el juguete sobre la palma.

Isaac se centró en el recuerdo, apretando el juguete. Quizá si se clavara una astilla de este le dolería menos el pecho. Recordaba a su hermano, la forma en la que corría con ganas, como si siempre fuera directo a darse un chapuzón en el río, cuando lo enseñó a nadar, sus manías con la comida, sus silbidos imitando el canto de los pájaros, lo mal que aguantaba el frío y lo mucho que sudaba con el calor hasta empaparse la ropa, cómo lo asustaba a veces y lo abrazaba cuando eran las tormentas lo que lo asustaban, el sonido de su risa, que contagiaba y era tan alta que ni los árboles alrededor la conseguían amortiguar, cómo se reían los dos si una de las cabras daba un tropezón, si se ponían a imitar a los animales y a fingir que comían hierba, se reían de las cosas más tontas y se tiraban al pasto y rodaban hasta que el pecho les dejaba de burbujear.

—Padre le ha pedido al Señor que nos proteja durante el viaje, todo irá bien. Podrás visitarme cuando seas mayor y serás bienvenido. —Uno a uno, Ismael le había cerrado los dedos alrededor del caballo—. Ponlo bajo la almohada siempre que te sientas solo. Nos encontraremos en sueños.

Cordero de DiosWhere stories live. Discover now