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El verano dio paso al otoño, marcado por una rutina a la que cada vez estaba más hecho. A finales de agosto, Agoney tuvo que volver a las reuniones en el colegio para preparar el curso. Le asignaron de nuevo Primero de primaria, el curso que le tocó la primera vez que estuvo en el colegio.

La vuelta a clase siempre eran buenas noticias para la librería. Aunque comprar por internet cada vez estaba más a la orden del día, las novedades de nuestra tienda atrajeron a gente que nos tenía cariño, así que fue una época atareada.

Como prometí a mis padres para mejorar resultados, decidí organizar el horario de apertura de forma diferente. Para empezar, por las mañanas se redujo el tiempo que estábamos abiertos, a sabiendas de que la mayor parte del pueblo estaba trabajando o en el colegio. Esas horas que no estaba abierta servía para las entregas, de las que me encargaba yo mientras fueran pocas. Ya tendría tiempo para buscar a alguien si nos iba bien en ello.

Por las tardes, el horario se mantuvo igual, con posibilidades de ampliar hacia las nueve de la noche si veíamos mucha afluencia de gente. Y los comienzos siempre tenían eso.

Mi madre llegó a pensar que pasar tantísimo tiempo en la librería o pensando en ella era obsesivo y preocupante, pero no solo era una forma de lidiar con todo. Era una vida que me estaba gustando cada día más y solo quería optimizar el lugar que había sido la vida de mis padres antes de serlo para mí.

Los días de psicólogo eran los únicos que mi madre tomaba las riendas mientras mi padre me llevaba, lo que me permitía relajarme. Seguía mejorando, los días buenos cada semana eran más numerosos, pero eso no impedía que los malos me tuvieran sin dormir viendo fotos antiguas. No había vuelto a abrir nuestras redes sociales conjuntas, donde la gente pedía explicaciones sin parar sobre algo a lo que no pensaba volver (según mi hermano); pero tenía una pequeña cuenta de menos de cien seguidores con la que estaba más cómodo y en la que sí había subido fotos nuestras, para que permanecieran en alguna parte, en caso de que mi móvil también acabara en el fondo del mar.

Fueron las primeras fotos que subí, como despedida de lo que fue mi antigua vida, pero también de recordatorio continuo de que él ya no estaba.

Aunque pareciera imposible con mi horario laboral de locos, siempre encontraba tiempo para los chicos. Todos tenían las mañanas más ocupadas que yo, pero las cenas en casa de Arnau o de Marcos se hicieron tradición. Conocí a Julia, la novia de Arnau y, aunque era mucho más escurridiza por su trabajo, a Dalia, la de Marcos.

Los fines de semana, sobre todo cuando caía la noche, no salía con ellos si les apetecía salir de fiesta. Nunca había sido mi ambiente favorito, y tenía demasiados recuerdos de Carles. Aunque ahora éramos adultos y no teníamos que hacer botellón de mierda, sino que entraban a tomarse un par de copas en una discoteca más madura, no era mi ambiente.

Sabía que me perdía cosas por no asistir, pero nadie hablaba de ello, y menos Agoney, que se coloreaba como un dibujo animado si alguien (Marcos) sacaba el tema de forma jocosa.

Ya a mitad de noviembre, organizamos una especie de cena navideña de amigos. Todos queríamos pasar los días importantes con nuestros seres queridos, y Arnau estaría en la capital con la familia de su novia, así que era una oportunidad de celebrar con nuestra familia elegida.

La cena transcurría tranquila, con anécdotas de nuestros trabajos. Las de Agoney lo absorbían todo, porque siempre tenía alguna frase graciosa que le había dicho un niño de seis años que nos mataba de amor.

—Deberías hacer un hilo de Twitter —apuntó Marcos—. Te harías viral en nada.

—Calla, sabes que a mí eso no me gusta. —Fingió un escalofrío—. Prefiero contárselo a los tres gatos que me soportan.

Dos amores, una vida-RAGONEYWhere stories live. Discover now