Capítulo 3

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El museo Carbajo era un caos de cristales rotos y de casquillos de bala por el suelo cuando llegó la policía.

—¿Está usted seguro de que no se llevaron nada? —preguntó el inspector.

—Completamente —respondió Alejandro Carbajo.

—¿Y sobre lo que dicen los testigos: que uno de ellos fue a por una chica que había al final de la sala? —preguntó el inspector José Luis Santos.

—No sé absolutamente nada de eso.

—Pero hay quien dice que minutos antes le vieron a usted hablando con ella. 

—Hablo con la mayoría de visitantes. El museo ha abierto las puertas hace unos meses, intento saber su opinión —Carbajo soltó el aire por la boca, soplando, como si sintiera no poder ser de más ayuda—. Lo siento, pero la mayoría de veces hablo con ellos y minutos después no me acuerdo ni de haberlo hecho.

Al policía le pareció extraño que no se hubieran llevado nada. Sobre todo porque algunas de las antigüedades que había en el museo valdrían una fortuna en el mercado negro.

La policía había sido alertada por algunos de los visitantes del museo, que les habían llamado con sus teléfonos móviles, en cuanto los atacantes se hubieron marchado.

Todos los guardias de seguridad habían asegurado lo mismo ante la policía, que los atacantes se habían limitado a destrozar el museo sin coger nada de lo que había en las vitrinas; asimismo, todos aseguraban no saber nada de ninguna mujer secuestrada por la banda de atracadores. Por supuesto, casi todos, vieron cómo aquel hombre del pasamontañas había introducido la mano en el interior de la vitrina que había roto instantes antes, llevándose una de las brújulas. Pero Carbajo les había insistido en que debían mantener silencio con respecto a la brújula cuando llegara la policía; testificando que los atacantes no se habían llevado nada.

Había dos bajas, uno de los de seguridad y, el otro, uno de los atacantes abatido por el arma de un guardia. La policía había recogido diferentes casquillos, e intentarían averiguar la identidad del atracador.

* * * *

Hacía solamente unos instantes que la policía había abandonado el museo. Carbajo bajó por unas escaleras hasta el sótano y abrió la puerta. Carmen Vergara se encontraba, sentada en una silla, vigilada por dos de los guardias del museo.

—¿Quiénes eran sus amigos? —preguntó Carbajo.

—Se equivoca usted, no tengo nada que ver con esos hombres. Por si no se acuerda; fui yo quien abatió al tipo del pasamontañas, salvando a su sobrino, y quien les dijo que me ocultaran de la policía.

—La única razón por la que te he escondido de la policía, es por que no me interesa que metan las narices por aquí. Además, si te encuentran seguro que te detienen. Y, por el momento, me interesa más tenerte aquí; para que respondas a mis preguntas.

—Ya se lo he dicho. No tengo nada que ver con los tipos del pasamontañas —insistió una vez más Carmen. 

—Se me está agotando la paciencia. ¿Por qué se llevaron la brújula? Tú sabías que intentarían robarla y tienes una idéntica en el bolsillo.

—No lo sé —respondió Carmen—, pero en el museo reconocí a un hombre. Uno de los tripulantes del Rompeolas. Se llama Claustro.

—¡Claustro! —exclamó Carbajo furioso, quien no lo había reconocido, al estar casi de espaldas, cuando él se acercaba a Carmen—. ¿Cómo se ha atrevido a desafiarme?

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⏰ Última actualización: Sep 07, 2013 ⏰

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