Jack. 1

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Mis oídos jamás captaron el ruido que debió hacer el jarrón situado en la mesita del salón. Supe que se había roto cuando, desde el suelo, observé los pedazos rotos.

Cuando mi psiquiatra me pregunta siempre cómo me siento, me viene a la cabeza esa imagen. Pedazos rotos de algo que podría haber durado toda la vida. Unos más grandes y otros más pequeños.

Siempre me pregunté de dónde lo había conseguido mi madre.

Mi madre.

Mamá...

-¡¡¡NO MIRES, JACK, NO MIRES!!!

-¡Cierra la puta boca, zorra!

-¡¡TE QUIERO, JACK, NO LO OLVIDES!!

-¡¡He dicho que te calles!!

El sonido del disparo me rebota en los oídos, haciendo que me despierte sobresaltado de la cama, con el corazón a mil por hora y la respiración agitada. Apoyo la espalda en la pared e intento controlarme, todo me da vueltas y tardo demasiado en situarme.

Otra pesadilla.

Al cabo de lo que me parece un minuto, los muebles de mi habitación parecen dejar de bailar. Dejo caer mi cabeza en la pared, dándome un golpe sonoro. No me importa, no duele. Miro hacia la derecha y veo el bote de pastillas de siempre, amarillo y con la etiqueta casi ya ilegible.

-Mierda...-susurro, creando eco en la oscuridad de mi cuarto.

Se me olvidó tomarme el Zolpidem. Agh.

Suspiro profundamente y trago saliva, sintiéndola rasposa y seca. Me incorporo un poco para coger el móvil de la mesita, alegrándome de no habérmelo dejado en el salón otra vez.

4:00 de la mañana. Perfecto, solo me quedan tres horas para que suene la ruidosa alarma. Decido que sería estúpido intentar volver a dormir cuando sé perfectamente que es misión imposible. Me siento sobre la cama y apoyo mis pies descalzos sobre el suelo frío. De alguna extraña manera, esa sensación me relaja.

Me levanto con esa lentitud que me caracteriza y arrastro los pies hasta la puerta de madera de mi habitación. Mientras envuelvo el pomo con mi mano derecha, mi cabeza se dedica a pensar el por qué sigo durmiendo con la puerta cerrada si no hay nadie que pueda molestarme.

Salgo al espacioso salón, demasiado grande para tan pocos muebles, encaminándome hacia la cocina para hidratar mi garganta. Cuando llevo medio trayecto, mis pies se paran automáticamente de golpe, como si me hubiese topado con una pared invisible que me impidiese seguir avanzando. Me quedo unos segundos con la misma posición, hasta que lentamente ladeo la cabeza para toparme con la mesita. Vacía.

Inconscientemente, mis ojos se dirigen al suelo, esperando encontrarme con la visión del jarrón descuartizado en él. No la encuentro y parece que a mi tocado cerebro le cuesta proceder esa información, dejándome en una especie de trance al que nunca me acostumbro a acostumbrarme.

No se cuánto tiempo pasa hasta que me obligo a apartar la vista, pero cuando saco la botella de agua fría de la nevera, creo escuchar en alguna parte por el fondo de mi mente el sonido de los trozos estrellándose en el suelo.

O quizá haya sido uno de mis pedazos removiéndose una vez más.


Ángeles caídos.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora