Alice. 1

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El ruido del vaso estrellándose en el suelo me saca de mi ensimismamiento con un sobresalto.

Mierda.

Con un suspiro me agacho y comienzo a recoger los cristales. Sé que debería darme prisa porque si no, llegaré tarde al instituto, aunque una parte de mi me está suplicando que vaya lo más lenta posible.

Termino de recogerlos y tiro los restos a la papelera. Cuando me doy cuenta, veo que uno de los trozos me ha hecho una herida bastante considerable en la palma de la mano derecha. La levanto hasta colocarla delante de mis ojos, y observo detenidamente la corriente de sangre que se resbala por ella.

Muevo los dedos para que los vasos sanguíneos circulen con mayor rapidez, coloreando casi toda mi palma de ese color tan rojizo.

Es muy roja.

Quiero colocar mi dedo índice en un extremo de la herida y abrirla todo lo que pueda.

Mhmm, ¿hasta dónde llegaría?

Parpadeo y me obligo a cerrar los ojos con fuerza, intentando pensar en cualquier otra cosa que me distraiga, como me dijo Lena.

Pasteles de chocolate, el olor de la menta, el carrusel de la feria de al lado con sus caballitos: arriba, abajo, arriba, abajo, arriba, abajo, arriba...

Me encamino corriendo hacia el lavabo con los parpados todavía cerrados, chocándome con la puerta, y coloco la mano debajo del grifo mientras lo abro a ciegas.

Arriba, abajo, arriba, abajo...

Cuando dejo de notar la masa viscosa que rodeaba mi mano, me atrevo a abrir lentamente los ojos. Entonces me fijo en lo larga que es la herida: empezando por debajo del dedo índice, paseándose en diagonal hasta donde se encontraría el meñique.

Trago saliva y miro hacia la derecha. Con la torpeza de la mano izquierda, abro el armario del espejo dónde siempre están las medicinas y todas mis pastillas, guardadas en fila, esperando fielmente a que les toque su hora.

-Buenos días, queridas...-susurro en un intento patético de ser positiva, de alguna manera.

Busco como puedo dónde se encuentran las vendas.

Joder, si las puse aquí...

Cuando siento que estoy a punto de perder los nervios, las visualizo en el fondo del armario, detrás de una caja que ni siquiera me paro a fijarme en el nombre.

Con suma torpeza, me envuelvo la mano derecha con la delicadeza que puedo tener en estas condiciones. Solo entonces, me doy cuenta del dolor que me produce al rozar si quiera la suave tela de la venda con la inflamada herida.

Suelto algún gemido mientras me esfuerzo por apretar bien el vendaje para que no se me infecte.

Cuando termino, estoy jadeando y necesito sujetarme cómo puedo a la pila, casi como si hubiese vuelto de correr una maratón. Cierro la puerta del armario, topándome de golpe y sin poder evitarlo con el reflejo de mi rostro.

Suspiro con fuerza y me enfrento a mis ojos grises en el espejo, con una punzada de odio. Tengo demasiadas pecas, he intentado contarlas infinidad de veces pero siempre acabo cansándome y solo llego a 17. Mi pelo rojizo cae en mechones lacios por mi cara, nunca se queda del todo sujeto. Mis labios están cortados, como siempre.

Inspiro profundamente y observo mi mano vendada.

Dios, qué va a pensar Lena.

Cierro la palma de golpe y abro mucho los ojos. ¡Mierda! ¡Llego tarde!

Salgo disparada del baño, cojo la mochila a la velocidad de la luz y cierro la puerta con un golpe que se podría haber escuchado hasta en China.

Con una mueca, salgo al mundo y una helada brisa me da la bienvenida.

Mierda, se me ha olvidado coger la chaqueta.

Ángeles caídos.Where stories live. Discover now