-Capítulo 2-

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Thomas miró a su alrededor, la casa se encontraba completamente vacía. Y parecía que Candy, el ama de llaves, estaba lo suficientemente entretenida en cualquier ocupación como para salir a recibirlo.

No se quejó y subió directamente las escaleras. A tres escalones de terminarlas escuchó cómo lo llamaban.

—Bienvenido Señorito. El señor y la señora han salido. No volverán hasta tarde. ¿Desea comer?

Arqueó una ceja y sonrió con arrogancia para sí.

No era nada nuevo.

Terminó de subir, sacudió la cabeza y se asomó:

—Buenas tardes Candy. Está bien, descuida hoy no comeré.

El ama de llaves asintió en su soledad y sin más intercambio de palabras, se fue a terminar las tareas.

Estaba acostumbrada a que no comiera en el momento.

Entró en su habitación son una sonrisa felina y peligrosa en el rostro al recordar qué había hecho apenas unas horas.

Había mantenido que el castigo sería de lo más aburrido. No hay castigos divertidos, pensó.

El llegar tarde había ocasionado que Alice, como tan familiarmente la llamaba, lo castigase.

Lo que no sabía era que compartiría castigo.

No había dejado de pensar en aquellas piernas y en dónde las quería ver: enrredadas en sus caderas.

Lanzó la mochila al suelo, sin dejarla en un lugar específico, y se tiró sobre la cama.

No había visto antes a aquella chica y le sorprendía. Creía conocerlas a todas o a su gran mayoría. Parecía que ella era de esa minoría que no había visto. Pero una minoría en bruto. No podía negar que le había resultado atractiva.

Pasó los minutos recordando y pensando hasta caer en un punto: no sabía su nombre. Arrugó la nariz y se levantó. Ya había pensando demasiado, necesitaba hacer algo. Y sabía perfectamente qué lo mantendría distraído.

—Buenas tardes nena. —Ronroneó al teléfono cuando alguien, al otro lado de la línea, respondió casi de ipsofacto.

—¡Bebé! —Thomas hizo una mueca desagradable por el apelativo— Cuánto tiempo sin hablar...

—Ya —se apresuró a interrumpir—. Necesito distracción Lisbeth.

Era bien conocido el afán de Alec Thomas por las mujeres. A sus 19 años de edad, ya tenía el título irrevocable de Calavera.

Lisbeth ahogó un pequeño grito antes de acceder.

Si tan siquiera no hubiera llegado tarde aquella mañana, no le hubiera tocado soportar a Thomas.

Frunció el ceño mientras observaba los asientos de cuero rojo y el cristal negro que la separaba del chofer. Bil había estado esperando pacientemente y aunque había entrado enfadaba al coche, se lo agradecía.

—Muchas gracias Bil. —Tomó la mochila del asiento y salió justo en el momento en el que Simón, el mayordomo, abría la puerta principal.

Bil le ofreció una pequeña inclinación de cabeza, y desapareció con el coche. Mientras tanto, Simón la dejó pasar y cerró la puerta.

Le informó de la comida, la cual rechazó con educación, y se dirigió a su habitación.

Tanto Edgar como Anabelle no se encontraban y no volverían hasta dentro de unos días.

—¿Desea algo más Señorita? —preguntó Simón observando cómo Charlotte terminaba de subir las escaleras.

—Nada, Simón.

No solía ser tan seca y fría con los empleados de la casa, pero aquella tarde no lo pudo evitar.

Saltó sobre la cama, rebotando tres veces, y hundió la cabeza en las almohadas para poder gritar.

Cuando se tranquilizó pensó en Thomas y su maldita osadía.

Había escuchado hablar de él. Y al igual que el otro 90% de los alumnos de Easter, ella sabia qué fama tenía a pesar de ser buen estudiante.

Un calavera empedernido... ¡y a pesar de ello dandi!

Negó para sí intentando olvidar. Aquel chico era del tipo que alejaba de sí. Chicos que la pudieran perjudicar. Pero, ante todo, porque no les caía bien.

Y ellos a ella, que la tachaban de estirada. Pero, ¿qué le importaban a Charlotte esos prejuicios?

Alec Thomas era hijo de un empresario acaudalado, Glen Thomas, y una abogada bastante reconocida: Jewel Bowman.

No tenía duda de que había crecido consentido, como el resto de niños pijos que asistían a Easter.

Charlotte, a pesar de nacer y crecer en el seno de una familia acaudalada, como lo eran los Hunt, había sido criada de manera solidaria. Haciéndola ver que tenía mucha suerte y que otros no tanta.

                                                    ***

—Dijiste que me llamarías —apuntó Valeria nada más entrar y ver a Charlotte sentada leyendo un libro.

Aún quedaban diez minutos para que dieran comienzo las clases, específicamente: historia.

—Uhm... —Charlotte cerró el libro, no sin antes marcar la  página por la que iba, y le dedicó una mirada de disculpas a su amiga—. Lo olvidé... Llegué a casa y creo que entré en un coma durante la siesta.

Valeria no pudo evitar sonreír y dejar escapar una risa cómplice.

Sacudió su perfecta melena, recogida en una elegante coleta, y tomó asiento.

—¿Qué tal fue el castigo? —Valeria era ese gato curioso que nunca moría.

—Me divertí mucho, ya sabes: dar cera, pulir cera —respondió con todo el sarcasmo típico en ella—. Lo compartí.

—¿Con quién? —Valeria rió por la nota sarcástica que daba su voz. Charlotte podía resultar cómica si no sacaba ese lado cínico que poseía.

Caviló un instante antes de responder la pregunta de su amiga.

Cuando estuvo dispuesta a hacerlo, sintió que alguien le tocaba el hombro y la llamaba por su nombre de pila.

Un olor dulce invadió sus fosas nasales al darse la vuelta para ver de quién se trataba, y estaba segura de que no era la unica.

—Así que te llamas Charlotte —la voz la sacó de su tontería. Tenía que ser él—. ¿Te puedo llamar Lotti?

Alec Thomas, el calavera y dandi de Easter, estaba en su clase. Llamando la atención de todas las chicas. Haciendo que la mira estuviera puesta en él, ella o los dos. Y encima quería llamarla de una forma tan ridicula como lo era Lotti.

¡Al diablo con ese chico, por Dios!

Carpe DiemDonde viven las historias. Descúbrelo ahora