III

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No me detendré a describir cómo era la mansión de Lady Arlington, pues todas las propiedades que se señalen como tal pueden resumirse en enormes y magníficas. Sin embargo, hubo otras cosas que sí llamaron nuestro interés.

El mayordomo era un hombre alto y enjuto al que, en mi estado de incomodidad por la reciente charla, no pude vislumbrar a detalle en ese momento. Lo que sí resultó imposible de olvidar fue su rostro inexpresivo; incluso mientras subía las gradas del acceso y las enaguas se me enredaron en los pies, se mantuvo imperturbable cuando fui a caer contra su pecho duro como cemento.

Después del incidente, el mayordomo siguió el camino a través del recibidor y nos condujo hacia un jardín exuberante que Lady Arlington, se comentó, había diseñado por sí misma para estas ocasiones.

En el centro del jardín, una fuente sin igual gobernaba el resto de las decoraciones. Se trataba de un hombre que, según rezaba la inscripción grabada, representaba al difunto Sir Arlington; aunque no pude evitar hallar en éste ciertos rasgos que parecían familiares. También noté, en sus manos sujetaba un corazón surcado por varios engranajes. Yo suponía entonces que esto trasmitía el gran amor que Sir Arlington profesaba a las nuevas ciencias, de las cuales llegué a enterarme en las novelas por entrega que figuraban en los periódicos.

—¡Encantador! —lo describió la señora Wight, haciendo ademán de tomar la copa que le ofrecía un camarero—. ¡Leon! —exclamó entonces.

El joven Wight, que se había colocado entre su madre y el sirviente, apartó la copa de las manos ansiosas de ella sin escuchar protestas.

—Prométeme —pidió, con el gesto soñador de hijo enternecido y sosteniendo su mano— que no abusarás de la hospitalidad de Lady Arlington.

—¿Yo cuándo he hecho tal cosa?

—Precisamente, es lo que quiero evitar...

Pero antes de que el joven Wight terminara la frase, su madre, cual niña juguetona, fue a perderse entre la multitud de invitados que inundaban el jardín.

Tal vez decir eso es exagerar demasiado.

No éramos ni cien asistentes y el lugar ocupaba más de lo que hace la casa Wight al completo. El mayordomo se había marchado y ahora parecía estar en todas partes. Un segundo junto a los invitados y otro más al lado de la puerta, repartiendo órdenes. Entre eso y los artilugios distribuidos en pequeños pedestales, hacían parecer que nuestro número era mucho mayor.

Curiosos mecanismos, algunos en imitación de lo que podrían haber sido relojes, inundaban el ambiente con una bruma cálida. Una decena de ellos, incluso, después de accionar manivelas, botones y otro sinfín de procedimientos ostentosos, así como de surtirlos del carbón necesario, desprendían luces exquisitas, sonidos musicales o funcionaban como despachadores de bocadillos apetitosos, aunque no tuve la oportunidad de probar ninguno.

El joven Wight y yo contemplábamos todo sin poder dar crédito a los inventos ingeniosos que ahí se exhibían. Y fue así, absortos en el panorama que nos rodeaba, que percibí aquel aroma dulzón y embriagante por primera vez.

—¿Disfrutan la velada? —preguntó una voz a nuestras espaldas.

Al principio me fue imposible determinar nada sobre su dueño; pero cuando dimos vuelta, ella estaba ahí, frente a nosotros, con una sonrisa resplandeciente y la belleza de lo que podría haber sido un ángel. 

Lady ArlingtonDonde viven las historias. Descúbrelo ahora