Capítulo 2: Juancito y los extraviados en el norte

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Luis yacía en su cama a las ocho de la mañana, al despertar se percató de que tenía el brazo vendado con gaza, su cabeza aun le daba vueltas mientras duramente intentaba recordar lo último que hizo. Se limpió la frente del sudor e intentó incorporarse hasta que la puerta de la habitación se abrió. Se trataba de Silvio que, con la espalda, empujaba la puerta cargando dos tazas en cada mano. Al notar las acciones de Luis, Silvio rápidamente colocó ambas tazas en la mesa de luz y se acercó a Luis para ayudarlo a sentarse. Antes de que Luis siquiera murmurase Silvio procedió con una leve pero aliviadora explicación.

- Te desmayaste en medio del bosque – contaba Silvio – tus niños se preocuparon ya que no volvías así que me llamaron, que suerte que les enseñaste a usar tu teléfono.

- No lo hice – dijo Luis con una expresión de intriga lacerante.

Aun intentaba recordar qué estaba haciendo la noche anterior y el porqué de su terrible herida, la cual ardía por dentro cada vez que Luis procuraba poner en orden sus memorias. Un frio que derramaba en su cabeza, un hormigueo que podía sentir recorrer sus venas, el miedo de la amnesia circulaba en su interior. Un ardor súbito y punzante invadió su brazo herido, al presionarlo solo empeoró el dolor, en un grito ahogado Luis evocó los momentos de aquella fatídica noche. Sin embargo había una pequeña sospecha de todo fue una ilusión, un sueño causado por algún trauma gracias a la mordida fatal en su brazo.

- ¿Qué fue lo que me pasó? – preguntó Luis sujetándose el brazo derecho. Quería corroborar su versión de los hechos... o quizás comprobar que no estaba loco.

Alguien tocó la puerta y luego entró, era Fernando.

- Silvio, nos llaman, tenemos que ir – exclamó Fernando.

Silvio miró a ambos intentando tomar una decisión, pero él tenía otra cosa en mente...

- Un puma acechaba al granero, lo perseguiste hasta el bosque y te mordió – dijo Silvio apresurado y se fue rápidamente con Fernando – dejé a tus niños en la escuela, cuando los traigas a casa ve a que te revise un doctor, salúdame a Elvira.

Fue todo tan rápido y súbito, Luis se sentía extrañado por el comportamiento tan repentino de Silvio, él comprendía que debía irse, la labor de un policía es inexcusable pero cuando dijo todo eso ni siquiera miró a Luis. No recordó la última vez en que hablaran juntos y Silvio no le mirara a los ojos. Es más, por el tono de Fernando dedujo que el asunto ni siquiera era urgente.

<< ¿Cómo sabes que fue un puma? >> pensó Luis una vez que los oficiales se fueron.

Por un segundo, en tan solo un segundo Luis vio a través de sus ojos a la criatura. Como a la velocidad de un rayo pasó por su mente aquel espeluznante ser. Aquel ente desnudo, lampiño, desnutrido y pálido en frente de él. Su mente no lo toleró, tuvo las repentinas ganas de vomitar, corrió hacia el baño y, entre lágrimas, expulsó lo poco que guardaba en su estómago. Sus entrañas ardían enormemente como si se hubiera tragado un carbón en llamas y que ahora era lo único que permanecía en su interior. Un dolor agudo y totalmente ajeno a lo que Luis sintió alguna vez en su vida.

Silvio y Fernando permanecieron en silencio aun al entrar a la patrulla, Silvio estaba frente al volante con ambas manos en él pero no encendió el auto. En su cara se veía el descontento y el pesar por sus palabras. Fernando entendía perfectamente la razón.

- ¿Por qué no le dijiste? – preguntó Fernando.

- ¿Por qué no le dije qué? – dijo Silvio sin mirarlo y con un falso desentendimiento.

Fernando se quitó la gorra y suspiró mientras se rascaba la frente. Deseaba haber cerrado la boca como buen chico.

- ¿Por qué no le dijiste lo que encontraste después de llevarlo su casa?

El caníbal del norteWhere stories live. Discover now