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Encaje, pedrería y siete kilos de tela hacían que mi traje de novia fuera lo más pesado que usé en toda mi vida. Mis aretes tampoco se quedaban atrás. El fundido de perlas estiraba incómodamente mis orejas. Hasta mi peinado y el arreglo que involucraba era una cosa complicad y fastidiosa. Seguramente saldría con la cabeza inclinada en las fotos. 

—Mááá. 

Dejé la bolita de algodón con perfume sobre el tocador. Luché con el corsé una barbaridad para agacharme y recoger a Madison del suelo. Ella envolvió sus piernas en torno mi cadera y no sentí presión alguna. La que ejercía el vestido sobre mí era mucha.

—¿Te molesta a ti también, no? —Acomodé la corona de flores artificiales que adornaba su cabecita. Madison asintió y volvió a pelear con el tirante de su vestido, su suplicio parecido al mío. Se veía tan hermosa— Solo espera hasta que la ceremonia termine y te pondré algo más cómodo. 

—Frodo. —Nuestro perrito acababa de entrar en la habitación de la Iglesia donde nos arreglábamos Madison, las damas y yo—. Frodo, flooor.

El trajecito que Anastasia compró para él a penas le dejaba marchar, teniendo estampado de floral. Solté a Maddie para que se distrajera con él y yo pudiera terminar de arreglar algunos detalles sobre mi apariencia. Estaba pensando que todas las prendas habían sido hechas muy pequeñas cuando Marie, Cleopatra y Luz entraron y me fijé en que ellas estaban muy felices y ligeras bajo sus respectivos vestidos color crema con encaje y solo un delgado cinturón de pedrería.

Parte de mí las envidiaba. Solo una parte, no completamente. Desearía poder caminar con tanta sencillez, sin ningún esfuerzo, pero aceptaba que amaba cada costura que llevaba encima. Así cómo la manera en la que mi fada se abombaba y flotaba alrededor de mí, el largo de mi cola y lo delgado y mágico de mi velo. La verdad era que la diseñadora amiga de Cristina había superado mis espectativas, al igual que el maquillista y Gary con mi peinado. 

Modestia aparte admitía que lucía muy bien para casarme. 

Y que me sentía aún mejor. 

—Dios, Rachel. —Luz se tapó la boca con las manos, ahogando un grito de asombro, y saltó sobre la punta de sus tacones—. ¡Te ves preciosa! 

 —Hubiera preferido algo que mostrara más escote...—Cleo se refería a mi cuello de tortuga de transparencia—. Pero creo que no habría quedado tan bien. 

Marie se paró a mi costado tras despegar algo que se había adherido a su calzado y chasqueó la lengua. 

—Me gusta, es algo que me pondría. 

Solté una risita y la miré. 

—Entonces proponte coger el ramo.  

—Ni que me pagaran por ello. 

Cogí el arreglo de hortensias y lo apreté. Con un suspiro me acerqué al espejo de cuerpo entero. Nuevamente no pude saber cómo era que podía con tanto peso, con tantos detalles. Pero me fasciné lejos de indignarme. Sonreí. No me sentía nerviosa en lo absoluto. Todo lo contrario. Estaba ansiosa, deseosa de desarrollar la marcha nupcial que tanto había practicado, de decir los votos escritos a mano con bolígrafo de tinta rosada. Más que sabérmelos de memoria los sentía cosquillear en la punta de mi lengua cual noticia de emergencia que quiere darse a conocer.  

—No tengo nada para darte que no te haya dado ya. —Anastasia me sobresaltó, había estado tan distraída que no me percaté de la salida de las damas y de mi niña de las flores—. Y lo demás queda para Marie, eso si Dios y ella permiten que se case. 

—¿Qué no me hayas dado ya? —pregunté. 

No recordaba ningún momento madre e hija de intercambio de joyas o prendas. Anastasia soltó una suave risa y me empujó para mirar su reflejo. Su vestido lavanda estaba mucho más que elegante. 

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