EL PRIMER ECLIPSE

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Un eclipse es un espectáculo que todo el mundo definiría como misterioso, incluso un tanto aterrador. Sin embargo, estas fuerzas de la naturaleza encierran algo más que solo un juego de luces y que un puñado de destellos difusos. Un eclipse, mis queridos lectores, es mucho más que una retahíla de segundos, incluso minutos, en los que la luz parece extinguirse por completo y traer consigo un presagio catastrófico. Un eclipse en realidad cuenta la historia de dos hermanos, de dos dioses sin los que no podríamos vivir.

Ya sé lo que estáis pensando ahora mismo, es una leyenda surrealista que se burla de la realidad. Pero nosotros debemos expandir nuestra mente hacia otros horizontes. La ciencia es importante, ¡claro que sí!, pero también es importante la imaginación, la capacidad de nuestras mentes para crear, al igual que nuestro universo se creó milenios antes. Pero no he venido aquí a soltaros un discurso largo y aburrido, sino a demostraros el poder de la imaginación, ¡el poder de la mismísima magia!

El universo es en realidad el ser vivo más grande que puede existir, aunque no lo parezca él tiene emociones al igual que todos nosotros. Si queréis que os lo demuestre lo único que tenéis que hacer es mirar hacia el cielo y ver cómo está salpicado de parpadeantes y efímeras estrellas. Las estrellas son las lágrimas del universo. Pero ¿es que acaso el universo tenía algún motivo concreto para estar tan triste?, es la pregunta que me supongo estará rondando vuestra mente ahora mismo.

¡Por supuesto! Es el problema más grave que puede tener cualquier universo: no tener vida en él. El cosmos desprendió lágrimas incandescentes que resbalaron por la oscuridad, convirtiéndose en todo lo conocido. De su tristeza florecieron planetas colosales, constelaciones refulgentes, fugaces cometas o satélites curiosos. Todos ellos eran hijos de este inmenso ser, poblado de vida. Pero de entre todos estos astros, de entre todos estos descendientes, el universo amaba especialmente a dos de sus hijos.

Los amaba tanto porque eran dos astros muy peculiares. Eran hermanos entre sí, pero por desgracia estaban destinados a estar separados eternamente, porque eran totalmente contrarios. El primero era Helios, era una estrella muy luminosa que alumbraba a los planetas más pequeños e indefensos. Helios era el sol, siempre estaba lleno de vitalidad y dispuesto a cobijar bajo sus potentes rayos a cualquiera. Se podía decir que él no hacía sombra a nadie, nunca mejor dicho.

Después estaba Selene, que era su hermana pequeña y no se parecía en nada a Helios. Ella pasaba todo el día en soledad, oculta entre la oscuridad del espacio sideral. No se pegaba a los planetas más grandes porque le daba miedo ser engullida por ellos, ser aplastada entre los demás integrantes de nuestro sistema solar. Selene era de las hijas más pequeñas que tenía el universo, porque ni siquiera era un planeta; ella era un satélite. Únicamente se llevaba bien con la Tierra, porque fue la única que se ofreció a hacerla compañía, por eso se quedó orbitando cerca, porque era su amiga. Creo que ya podéis haceros una idea de quién era Selene: la luna.

La pobre miraba a sus hermanos mayores, asustada, pensando qué era ella comparada con los magníficos astros suspendidos a su alrededor. Júpiter era casi el más mayor, y curiosamente al nacer se golpeó con Saturno y se hizo un moratón, por eso tenía una gran mancha roja en su superficie. También estaba Saturno, que a Selene no le caía muy bien porque era el más mimado del sistema solar. Resultaba exasperante escucharle hablar de sus increíbles anillos, que giraban en torno a él todo el tiempo; y le servían para presumir de su belleza. Por último, estaban los gemelos: Neptuno y Urano, de entre los planetas de mayor tamaño. Ambos eran de color azul, y según el universo, habían nacido a la vez. Pasaban todo el rato juntos, eran inseparables. Habían encontrado un rinconcito al fondo del sistema solar y nadie les molestaba, ¡ni siquiera Saturno! Pero para más desgracia, Selene era diferente incluso de los más pequeños de la familia. Helios tenía muy vigilados a Venus y a Mercurio, porque eran astros más delicados y necesitaban que los protegieran. Por eso los planetas más pequeños estaban más cerca del sol.

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