LA DONCELLA FULGURANTE

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La primera vez que vi a Naiara fue en una tarde de octubre, las hojas se mecían con el viento hasta acariciar la superficie del río. Acudía todas las tardes al bosque junto a mis amigos de la infancia, pues amábamos jugar a la pelota, parecía un juego sencillo, pero a nosotros nos resultaba muy entretenido.

Con una fuerte patada la pelota rodó con rapidez, saliendo del terreno en el que jugábamos para internarse entre la enmarañada maleza, después escuchamos un leve chapoteo que anunciaba que esta había caído al tranquilo y sinuoso río.

Me apresuré a buscarla, caminando mientras mis silenciosos pasos hacían crujir la hojarasca, guiándome por el trinar de los pájaros en los árboles y el reverberante gorgoteo de las aguas.

Despaciosamente me aproximé hasta la orilla, luchando con las traicioneras zarzas que me mordían la piel, atravesé la espesura de la vegetación hasta llegar a una costa pedregosa, rodeada por una explanada con sauces que crecían bordeando el terreno. En la costa sus ramas desenhebraban los rayos del sol, dibujando en el suelo moteadas y danzantes sombras.

Fue entonces cuando la vi, una muchacha de tez pálida, su mojado y oscuro cabello se deslizaba por sus hombros lánguidamente.

Permanecí embelesado mientras la observaba, su blanco y vaporoso vestido ondeando en la brisa otoñal, estaba concentrada leyendo un libro, oculta entre la quietud del lugar, arropada por aquel silencio casi abrumador.

No puedo explicar cómo se percató de mi presencia, volteó suavemente la cabeza mostrando unos preciosos y profundos ojos grises que me contemplaron con admiración, en ellos refulgían profundos enigmas.

Nuestras miradas se encontraron por unos segundos, la joven me sonrió con timidez, invitándome a que me sentara junto a ella. En ese momento me sentí compungido y tentado al mismo tiempo.

Finalmente decidí olvidarme de la pelota que se alejaba flotando río abajo y no dudé en acercarme.

—Me llamo Naiara— me saludó.

—Yo soy Eliot— dije, sonriente y tratando de descifrar aquella mirada que me perseguiría por el resto de mi vida, escuchando aquel nombre tan inusual, pero de una singular belleza.

Recuerdo que con aquella simple presentación pasamos el resto de la tarde juntos, fue un extraño encuentro que reconozco se produjo por casualidad.

—Te equivocas, el destino nunca nos otorga casualidades, es el titiritero que maneja los hilos de nuestra vida—susurró misteriosamente Naiara, navegando entre las páginas del libro con sus blanquecinos dedos.

Transcurrieron las horas al lado de la muchacha y conversamos animados hasta que el atardecer nos sorprendió, el sol hundiéndose entre las cumbres montañosas como un candente disco de fuego.

Desde entonces tuve un motivo muy diferente por el cual ocultarme al amparo de los árboles oscilantes todas las tardes. El recuerdo de Naiara se había gravado en mi mente por siempre, congelado en las entrañas de la memoria.

Todas las tardes regresaba sigilosamente a la orilla del río donde la encontré por primera vez, siempre yacía tendida en la mullida hierba, volando entre las páginas de su libro con la mirada, con aquellos fabulosos ojos grises.

Con el tiempo nos convertimos en confidentes el uno del otro, compartiendo nuestros secretos hasta que el firmamento se tintaba de escarlata con la llegada del ocaso. No existían misterios para nosotros, la verdad y la sinceridad eran las dueñas de nuestra amistad.

Una tarde a finales del mes Naiara me contó que su abuelo era escritor, y que antes de fallecer ella le prometió leer todos sus libros. No desaprovechaba el tiempo y era una gran lectora, fiel a los cuentos que escribió su querido abuelo.

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