Segundo día. Parte 2

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El cuerpo le temblaba por un frío que no existía más que en su imaginación, sus manos, en cambio, estaban calientes; rastros del perfume de la señorita bailaban a su alrededor, así como sus palabras y la voz amable que las había entonado

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El cuerpo le temblaba por un frío que no existía más que en su imaginación, sus manos, en cambio, estaban calientes; rastros del perfume de la señorita bailaban a su alrededor, así como sus palabras y la voz amable que las había entonado. Leonore se detuvo, se frotó la palma de la mano contra la rugosa tela del faldón. No era frío. No era calor. Era arrepentimiento. Miró hacia atrás un momento, titubeó, mordiéndose los labios y asiéndose de la falda como reclamándose valor. Había sido irrespetuosa y malagradecida. Lo reconocía ahora.

Leonore dio un paso hacia adelante, luego dos atrás. Los árboles parecían verla con ojos encendidos llenos de censura; estaba siendo juzgada, sólo esperaban su respuesta. Volvió a verse la mano. Las asperezas ya eran parte de su piel, marcadas y sucias, pálidas líneas que atestiguaban una juventud pobremente aprovechada. Volvió a frotarse, esta vez con la otra mano, limpiando la imaginaria suciedad que la tenía atada a esa resignación que le cortaba la respiración sin ella notarlo. ¿Había sido grosera? Sí. Y la señorita siempre era amable. No se había detenido por eso, no estaba reprendiéndola ni juzgándola, pudo haberle ordenado cualquier cosa para así obtener lo que quería, y sin embargo había esperado, paciente, atenta, delicada y comprensiva.

Leonore pensó en el tiempo, en las copas que coronaban el cielo y en los viejos troncos que desprendían aromas iguales de viejos. La oscura tranquilidad del bosque era como la señorita Isabelle: grande y desconocida. Y con ella experimentaba algo similar: fascinación y miedo.

Un repentino grito terminó de convencerla. Leonore se echó a correr, sin pensarlo. El aliento comenzó a atorársele en el pecho; sus piernas estaban acostumbradas a sostenerla en su quietud, pero esa prisa era nueva e igual de grande e insoportable que su curiosidad. Estaba aterrada. Si algo le pasaba a la señorita Isabelle sería su culpa, por haberla dejado abandonada.

Corrió con seguridad, con una templanza que sólo notaba en sí misma cuando le arrancaba el polvo a los muebles viejos hasta hacerlo desaparecer. Era buena en eso, Hannah la alababa constantemente: «la buena esposa que serás para mi Julio». No, ni para Julio ni para nadie, sólo para el polvo y su inseguridad, para eso era buena.

Y ahora para correr.

El grito se había perdido en el tiempo pero seguía repitiéndose en su cabeza. No se había alejado mucho, ya tendría que haberla encontrado. Comenzó a alarmarse, pero, para su fortuna, después de unos segundos más de sudor, al fin la encontró: la dama estaba tirada en el suelo, con el cabello revuelto; cuando esta la vio, sonrió, tenía los codos y la ropa sucios. Leonoré suspiró. Ella también llevaba el cabello revuelto, los bordes del faldón sucios y la piel empapada de sudor.

La dama enamoradaWhere stories live. Discover now