Julio

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Le dolían los huesos, le temblaban las manos, la fiebre llevaba consumiéndolo desde hacía casi tres días

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Le dolían los huesos, le temblaban las manos, la fiebre llevaba consumiéndolo desde hacía casi tres días. Sabía que faltaba poco. Tres días habían bastado para perder a Leonore y sólo tres días tendría él también. Era lo justo. En sus delirios sólo podía evocar la sangre coagulada en los labios de Leonore. Hannah nunca comprendió pero él tampoco quiso comprender, e hizo su vida, se casó, tuvo tantos hijos como se lo permitió el corazón, y poco a poco los vio morir mientras él vivía aferrado a un recuerdo. Habría sido igual con Leonore, se decía cada vez que miraba a su esposa, no ostentaba la misma belleza que la sirvienta, pero como ella antes de perderse, era callada y sumisa. Leonore le habría dado una cantidad similar de hijos, y cada uno de ellos habría pesado en su cuerpo, en su belleza, demacrándola. Como a su esposa habría dejado de quererla, y entonces todo habría sido más fácil para él.

Julio abrió los ojos. La luz de la vela parpadeó. Su hija mayor, tan fea y tonta como una mujer ignorante puede serlo, era quien lo cuidaba. Su esposa llevaba apenas seis meses fallecida, y sus otros hijos, los que no habían muerto, habían sido devorados por la ciudad. Así como Leonore había sido devorada por...

Se levantó con dificultad. La vela volvió a parpadear, lo hacía intermitentemente; el dolor de sus huesos escapaba de su cuerpo haciendo que el resto del mundo también temblara. Llamó a su hija, aunque no recordaba su nombre, pero esta no respondió. Debía dormir. Trabajaba y lo cuidaba. Era tonta pero hacendosa. Julio la quería.

Salió de casa sin saber muy bien cómo. Su cuerpo andaba con dificultad, millones de manecillas agujereando su piel y sus huesos. Miraba una sombra a lo lejos, pero no debía ser nada; desde hacía años sus ojos sólo veían sombras. Desde la muerte de Leonore su mundo de alguna manera se había reestructurado. Quizá sólo fuera eso y sus ojos se encontraban bien.

El viento frío de la noche no lo hizo retroceder. El bosque, en el horizonte, se miraba más pequeño ahora de lo que nunca fue. Todavía lo lamentaba. Dos veces la perdió y dos veces fue incapaz de irla a buscar. Y para empeorarlo todo había tenido que soportar la indignación con los ojos siempre fijos en sus pies. Hannah no lo permitió de otra manera, y él no luchó, confundido y cansado, sólo quería olvidar.

Pero Leonore siempre volvía, eran otras manos y otras voces las que no la dejaban descansar.

A pocos días de su muerte había sido desenterrada. Y un par de intentos más nacieron a partir de ahí. ¿Para qué?, se preguntó tantas veces a sí mismo y a los demás. Las respuestas fueron tan variadas como sombrías. Nunca se atrevió a ir a ver el cuerpo. Ni a pedir que la dejaran en paz. Se acercó al cementerio, notó los montones de tierra, el agujero y las mantas roídas por el tiempo. Vio pisadas en el lodo, demasiadas. Vio al cura rezando, escucho a las mujeres cuchicheando. Durante mucho tiempo escuchó la voz de Hannah, muerta apenas un par de semanas después que Leonore, reprochándole a la sirvienta su desobediencia. Había creído que los rumores morirían con ella. La figura de la dama nunca desapareció, aunque nadie recordaba su forma ni su nombre, por eso la gente se convenció de que podrían encontrarla en el cuerpo sin vida de Leonore. ¿La habrían encontrado? Seguro que no. El cuerpo de Leonore fue cambiado de lugar, colocado en una tumba sin nombre para que la gente la dejara descansar. Y ahí debía yacer ahora, quieta, hecha cenizas, olvidada por todos menos por él. Así imaginaba que habían ocurrido las cosas al menos, nunca se acercó a preguntar. Tenía miedo de saber, temía que Hannah lo visitara en sueños para gritarle que había tenido razón y que él había sido un necio por creer lo contrario. Los rumores que se levantaron cada vez que alguien intentaba profanar la tumba de Leonore no eran distintos del polvo que las manos ansiosas levantaban, y él no tenía que verse consumido por ellos.

Julio trastabilló y cayó. Ya no podía más consigo mismo. Podía sentir, muy en el fondo, que el día había llegado. El bosque a lo lejos le hablaba con este propósito. Siempre era el bosque, de alguna u otra manera. En vida, Leonore le había temido, a otro bosque, sí, pero tal vez a esa misma oscuridad. Él no entendió, se reía, le resultaba adorable ese temor infantil, la vergüenza convertida en rubor en las mejillas de Leonore y esos pocos besos que había alcanzado a robarle aprovechando su ofuscación.

Sabía que Leonore lo había querido.

Temía que Hannah la hubiera obligado.

Debió haber sido más directo, más activo, más decidido. Debió haber abrazado a Leonore con fuerza, porque si otra iba de quitársela, al menos habría preferido cesar sus respiros él mismo, entre sus brazos.

La gente jamás entendió. Él entendió pero no lo quiso aceptar.

—Hija, trae una manta que hace frío aquí afuera —dijo, confundido.

Como en otras ocasiones, veía a una mujer ahí; una mujer con una camisola blanca y el pelo suelto. Con dificultad se puso de pie. Algo lo llamaba.

—Trae una manta, no ves que tiene frío —balbuceó.

Si hubiera salido a buscarla, si no le hubiera temido al bosque y a la oscuridad...

Continuó avanzando aunque no servía de nada, ese era otro bosque, otro mundo. La oscuridad de ahí no le daba miedo porque ahora, a esta edad, ya sabía qué era lo único que podría encontrarse. Pero al menos quería alcanzarla a ella, la mujer que no lo visitaba en sueños. No se parecía a Leonore, pero tenía que ser ella.

—Me había sido prometida —murmuró—. Era una niña dulce, hacendosa y callada, no merecía nada de eso.

Recordó cuando Hannah se la presentó, encantado, no había podido decir su nombre sin morderse la lengua. Que niña más bonita. Y era para él. ¿Cómo no iba a aprender a quererla?

Julio se detuvo a pocos metros del bosque. Las copas de los pinos murmuraban al clamor de la brisa nocturna. La luna yacía perdida del otro lado de la espesura, todavía joven, la noche aún no alcanzaba a hacerla brillar con toda su intensidad. O sólo eran las sombras en sus ojos que se la ocultaban.

Quizá Leonore había sido así también.

Tal vez esos últimos días había brillado tanto, al punto de casi parecer otra persona, por una razón similar.

—Debí saberlo —murmuró Julio con dificultad—. Debí saberlo.

Después de un parpadeo se hizo el silencio. No había ninguna mujer ahí, pero el bosque recibió el cuerpo de Julio como si fuera una.


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No es que yo quisiera retrasarme, es que se me fue el avión. 

Por cierto, habrá una historia alterna. No puedo decir más, aunque ya tengo todo claro. Mi problema no es la trama, es escribir xD

Gracias infinitas por su infinita paciencia. Son de lo mejor <3


La dama enamoradaWhere stories live. Discover now