Entrada III

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Entrada III

Me encuentro en estos momentos en la casa de mis padres, en mi antigua habitación, la que una vez, hace ya muchos años, ocupó mi padre en la casa de Mihriban cuando regresó de aquel aciago año en alta mar.
Muchas cosas tengo que contar de aquella época, del año perdido del Albatros, pero, créanme, ahora mismo no es el momento.
Mi padre le ha dado una buena somanta de palos a mi marido. Sin saber aún que es mi marido. No tengo ni idea de cómo voy a decírselo, nunca pensé que él supiera realmente quién era el padre de Berkant. No obstante, lo sabe. Lo sabía y, por lo que hemos podido entrever de sus palabras, entre puñetazo y puñetazo, lo sabía desde hace tiempo.
Berkant está ahora mismo descansando sobre mi cama. Estoy esperando a que llegue el médico. Respira con cierta dificultad y no sé muy bien si es porque mi padre le ha roto el tabique nasal, le ha fracturado algunas costillas o es una mezcla de ambas cosas. No he querido que nadie le desnude. No puedo arriesgarme a que vean antes de tiempo el tatuaje que lleva con mi nombre, el mismo tatuaje que siempre ha llevado mi padre. ¿Podría tomarlo por una ofensa?
Sé que Berkant no lo hizo por eso, lo hizo por mí. Sabe el significado real de esa imagen, lo sabe porque, al igual que todos nosotros, también él leyó hace tiempo el primer libro de mi madre. Lo hizo con dieciséis años, muchos de esos capítulos los leyó escondido bajo el alféizar de mi ventana. Me da mucha vergüenza contar esto, pero Berkant ha pasado más de una noche en mi cama contando estrellas, abriéndose en canal -sentimental hablando- y desnudándome su alma. Hablando de un padre ausente, de una madre fallecida y de un tío que apenas lo toleraba cuando se enteró de quién era su padre. Hablaba siempre de su padre, de la vez que fue a verlo (ahora sé que a prisión, a la misma prisión donde le envió el mío y donde permaneció veinte años).
No llegué a saber quién era su padre hasta el mismo día que me casé con él, tenía mis sospechas, ya me iréis conociendo, pocas cosas se me escapan; pero no lo sabía a ciencia cierta. Lo que sí sabía al cien por cien era que su madre, la hermana del sr. McKinnion, había tenido una aventura con un socio de su padre. Que éste había hecho más de un "changuay" en la empresa Red Mode y que el sr. McKinnion había terminado su asociación con el susodicho en muy malos términos. Sabía, además, que los padres de Berkant no llegaron a casarse, que en cuanto su padre, Enzo Fabri, se enteró que había dejado embarazada a la hermana de su ex socio salió por patas sin mirar atrás. Eso no fue nada decente, la verdad. Digo decente pese a que las palabras que ahora mismo me vienen a la boca con intención de ser escritas no son para nada agradables ni de decir ni de escribir.
McKinnion no supo la verdad en esos momentos, no supo quién era el padre de Berkant hasta que éste cumplió doce años y su hermana falleció en aquel accidente que a ella le costó la vida y donde mi Berkant por poco tampoco la cuenta. Tras ese accidente, McKinnion se hizo cargo de su sobrino, pero ya no fue lo mismo. Cada vez que le miraba, veía en él el rostro de Enzo. Berkant no se parece en nada a su padre, gracias a Dios. Para empezar ha heredado los ojos grises de los McKinnion, para continuar, es más alto y corpulento que su padre, tiene los buenos genes de origen escocés de su familia materna y, para concluir, mi marido es noble, va siempre de frente y no va poniendo zancadillas en los negocios. Se desvinculó totalmente de la empresa Red Mode y compró un Lucca en horas bajas al que le ha devuelto el esplendor de antaño a base de trabajo y sacrificio, porque, pese a tenerlo todo, realmente, tiene muy poco. A decir verdad, sólo me tiene a mí. Y eso me duele, me duele tanto o más que a él. Además, si soy sincera, a mí tampoco me ha tenido realmente. Le he dado la espalda en más de una ocasión porque soy una cobarde que no sabe lidiar con sus sentimientos. Le amo, sí. Le amo más que a mi propia vida, pero era incapaz de hacerlo público. Me daba un miedo mortal. El día del compromiso de Yildiz, me di cuenta de lo estúpida y cobarde que era. Ese día, para enfrentarme a él, necesité de unas buenas copas. Ni siquiera sé qué leches bebí, mezclé de todo, necesitaba estar como una cuba para hacer lo que hice: entrar en el despacho de Lucca y seducirle.
Ahora lo pienso y siento vértigo, pero arrepentimiento... cero.

Cada vez que se mueve, gime de dolor y a mí las entrañas se me retuercen. Por primera vez, desde que era muy pequeña, le he gritado a mi padre; pero, en esta ocasión, nada tiene que ver con una rabieta. Mi padre, Can Divit, le ha dejado la cara hecha un cristo, en el torso empiezan a formársele los primeros hematomas y pronto sólo se verá una masa amoratada sobre sus bien definidos pectorales y abdominales. Mi marido es varios centímetros más alto que mi padre, pero no está tan bien entrenado como él. En un cuerpo a cuerpo, tiene todas las de perder, pero es que no ha tenido oportunidad alguna. Se ha dejado apalear sin siquiera golpear una sola vez. Sé que lo ha hecho por mí, no me cabe duda. En eso se parece a mi padre y muy poco al suyo: antes se corta un brazo que exponerme a mí o enfrentarme a mi padre, es por ello que no entiendo muy bien lo que ha ocurrido hoy. Supongo que está harto de ocultarse y, dada la situación, esconderse en estos momentos, no tiene mucho sentido. Es obvio y más que evidente lo que ocurre conmigo, aunque pienso que... en lugar de que vieran explotar la bomba, igual hubiera sido mucho más aconsejable dar la noticia con más tiento. La culpa es mía, eso es obvio. No debí haberme quitado la sahariana que había llevado en el vuelo. Lo que no entiendo muy bien es que nadie se haya planteado la posibilidad de que mi situación no se debiera a Berkant. Parece que, en ese sentido, todos han sabido sumar muy bien. Todo ha sido un visto y no visto, pero, oye, nadie ha puesto en duda en ningún momento quién era el culpable de mi estado. Ni siquiera él. Claro que, después de soltar lo que soltó aquella noche del puente, si siquiera lo llega a preguntar, por muy incapacitada que me encuentre en estos momentos para ello, la patada (en cierta parte de su anatomía) se la hubiera llevado.

El diario de DeryaWhere stories live. Discover now