Capítulo 16: La maldición de Icla

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Después de días que se convirtieron en meses y meses que se convirtieron en años de ambulación ciega por el vasto y diverso terreno que ocupa Delonna,  llegué a Vrunni. Por aquel entonces aquella ciudad estado configuraba el centro neurálgico del Imperio, la ciudad de entre ciudades y el centro del continente de Delonna. No perseguía encontrarme erguido frente a sus blancas y pálidas murallas; había llegado hasta allí arrastrado por mis pasos que débiles ya no obedecían mis órdenes. Aquella enorme construcción parecía contemplarme desde las alturas como nosotros contemplamos a las hormigas que azarosas se entregan a sus humildes quehaceres. Imponentes estatuas clavaban sus severas miradas en cada nuevo viajero que se adentraba en la capital del Imperio. Según las historias de los Altos, aquellas estatuas de hombres y mujeres que me contemplaban desde la cima de la impresionante muralla que rodeaba la ciudad, eran los reyes que habían precedido al actual monarca de Vrunni; Aioras, apodado por la plebe, el cazador de brujas. Ealorion, el padre del nuevo rey y monarca antes que él, había muerto ya en su ancianidad dejando un reino próspero que legar a su hijo. Pero al parecer, el nuevo rey no era muy querido entre el pueblo de Vrunni.

Mis casi sonámbulos pasos me habían llevado a la ciudad que había acabado con la vida de la persona que un día estuvo más cerca de mí. Entre sus muros, su agónico llanto se apagó cuando las llamas quemaron su fina piel. Las imágenes de su ejecución permanecen grabadas en mi mente y permanecerán allí el resto de mi vida. Llegué tarde.

Un empujón me hizo caer al empedrado suelo encharcado por la lluvia. Mi atención había decaído hasta un punto en el que mis reflejos raciales parecían haber desaparecido. Levanté la mirada. Era solo un hombre que arrastraba sus mercancías en una pequeña carreta. Las gentes de Vrunni se desplazaban como las abejas de una colmena, cada una realizaba una labor para la comunidad. Los soldados del rey, protegidos con sus brillantes armaduras protegían las puertas a la ciudad, desde lejos se oía el sonido del artesano orfebre que fabricaba las famosas joyas de filigrana cuyo estilo era toda una moda en cualquier rincón del continente. Un escalofrío recorrió mi cuerpo, se avecinaba una tormenta, el cielo era gris, tan gris que parecía que algo arriba había muerto, dejando al cielo sin su azul color. Me resguardé entre mis pieles de zorro y me decidí a entrar en la gran ciudad. Mis pasos se sumergían entre las irregulares baldosas de piedra que habían formado caudalosos charcos que comenzaban a inundar mis botas.

Las estrechas e irregulares callejuelas parecían formar parte de un laberinto; de importarme  la dirección a tomar me hubiera preocupado de orientarme, ahora solo quería perderme. Quería perderme en el rincón más oscuro del mundo sin encontrar otro motivo para vivir que no fuera lamentar la muerte de Valadrinn. Mi dulce y hermosa Valadrinn, la que era la luz de mi vida y todo lo que necesitaba para continuar viviendo. Ahora su luz se había extinguido, dejándome solo en un mundo frío y oscuro que no tenía sentido para mí. Ahora estaba condenado a vivir una larga vida, el regalo que Madre le hace a todos sus hijos, en la más completa y dolorosa oscuridad.

Perdiendo la consciencia de donde me encontraba caí sobre la pared de una pequeña plaza. Mi cuerpo derrotado se arrastró hasta que mis piernas se golpearon con las redondeadas piedras del suelo. Abrí los ojos antes de perderme de nuevo entre mis pesadillas, vi una fuente de piedra ornamentada por un plateado pez que hacía precipitar el agua desde su boca hacia la fuente circular. De nuevo cerré los ojos.

Mi amada Valadrinn,

de tus cabellos aún recuerdo su olor

Árnica, hierbabuena y romero

y el aroma de alguna que otra flor.

Blancas eran tus manos

Cuentos de Delonna IWhere stories live. Discover now