Capítulo 18: La Puerta de Delonna

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El blanco color del Templo de la Luz casi se había perdido dentro de la vorágine de tinieblas que abrazaban los altos montes que sostenían el santuario. El cielo, otrora cian, ahora parecía imbuido en verde, como si tras las nubes pudiera adivinarse la escamosa piel de un reptil. Partiendo el firmamento en mil fragmentos, numerosos rayos blancuzcos y brillantes iluminaban intermitentes el monte sagrado que había sido abandonado por su halo de blanca luz imperturbable.

Frente al blanco templo, habían comenzado a alinearse los monjes guerreros. Vestían sus armaduras y blandían sus armas preparados para lo peor. Las máscaras y los cascos apenas permitían discernir los ojos de los valerosos monjes que habían cambiado la oración por la espada. Frente a ellos, majestuoso, se alzaba sobre sus cuatro patas el enorme zorro de siete colas. Con sus ojos esmeralda escudriñaba a cada preparado discípulo, vigilaba que ninguno fuera presa del miedo antes de que contemplaran la fatalidad que se cernía sobre ellos. Las poderosas patas del zorro eran del tamaño de tres manos humanas, sus fieros colmillos asomaban de sus fauces y su sedoso pelaje ahora lucía encrespado, como el de un felino cuando está a punto de atacar al invasor de su terreno.

 Igualmente preparada, junto al resto de guerreros, estaba Elianne. Ataviada con la armadura de cuero del Ejército de Iluminación, solo sus celestes ojos y su trenza dorada sobresalía de la indumentaria militar. Blandía su alabarda, la acariciaba como si se tratara de su bebé recién nacido. El yelmo protegía su entristecido rostro, si pereciera aquella noche no tendría oportunidad de despedirse de su amado padre. Pero no era el momento de llorar, era el momento de sacar fuerzas de flaqueza y defender el mundo que le había dado la vida, había que detener  aquella amenaza que a cada momento parecía hacerse más poderosa. «¿Dónde diantres se encuentra Bernoz?» pensó mientras comprobaba entre las filas de acorazados guerreros.

—Veréis enemigos que jamás sospechasteis que pudieran existir en vuestras peores pesadillas— dijo la voz rugiente del zorro dirigiéndose a su ejército—. Pero eso no debe amedrentaros.— El zorro aumentaba su tamaño por momentos, sus zarpas adquirían las dimensiones de medio hombre—. Tenemos la oportunidad de nuestras vidas frente a nosotros.— Un rugido se escuchó en la lejanía junto con el batir de unas enormes alas.

Un ser garganturesco apareció de entre las negras nubes, se trataba de un reptil negro cuyos ojos llameantes encarnaban la viva imagen la da inminente muerte que todos los monjes esperaban tras aquella aparición. Sobrevoló sin esfuerzo el monte sagrado, sus fatales alas negras se cernían como la mismísima parca sobre Zharan-Ilah.

—¡Ante vosotros está la oportunidad de luchar por vuestra tierra! ¡Abrazadla pues es vuestra!— El zorro terminó sus palabras con un profundo rugido que marcó el inicio de la nefasta contienda. El eco del rugido del Maestro de Zharan-Ilah fue seguido del grito fiero al unísono del Ejército de Iluminación que había comenzado a movilizarse. Las armas fueron alzadas por última vez hacia el sombrío cielo antes de comenzar la batalla.

Enormes grietas resquebrajaron la superficie del terreno. Una luz muerta, del color del verde firmamento ahora descubría las ardientes entrañas de la tierra. El aire frío se calentaba gradualmente, en pocos segundos había comenzado a arder.

—¡¿Qué es eso?!— Después de retirar la vista del enorme dragón negro que les sobrevolaba, de entre las grietas que se encontraban bajo sus pies unas criaturas del mismo color que el reptil emergían famélicas en búsqueda de carne.

—¡Cuidado!— Una voz femenina también ataviada con la armadura de Zharan-Ilah eliminó a uno de aquellos vástagos con una plateada flecha que había salido disparada de su brillante arco.

Elianne volvió la cabeza para contemplar la naturaleza de aquellos seres. Su forma correspondía a la de un felino grande, podría tratarse de una pantera negra de no ser por las escamas que cubrían su piel. La flecha de la joven se había clavado directamente en el cráneo de la criatura y ahora se desvanecía como por arte de magia, dejando un halo de negrura a su paso.

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