Capítulo 8 - La sangre del pasado

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Con cuidado giró el anillo entre sus dedos, apenas rozando el aro plateado, como si tuviera miedo de borrar con sus huellas las partículas humanas que lo cubrían. No lo podía ver pero sabía que estaba ahí, el tacto de la dama; un recuerdo cálido del contacto de su mano contra la piel caliente de la mujer. Dejó caer la cabeza hacia la derecha, agotado, y soltó la joya sobre el escritorio. Llevaba desde las gracias nocturnas sentado en la misma silla sin conseguir concentrarse. Le había prometido a la señorita Cortés una presentación, sintiéndose como un solícito caballero rescatando a su dama de una muerte por inanición, pero ni siquiera había terminado de hacer el esquema.

Con un gemido, suplicándole piedad al Metalurgo, se estiró sobre la mesa y pegó la nariz a la superficie. Sus ojos podían intuir las últimas palabras escritas en la pantalla que flotaba delante de él. «Crema de masgina». Antes relacionaba el postre con las fiestas de verano y los juegos de su niñez en el gineceo. Recordaba robarles los pasteles a las mujeres y esconderse entre los cojines del lecho conyugal, sabiendo que era el último lugar donde lo buscarían. El sabor del dulce le traía a la mente el estallido de adrenalina, el bombeo apresurado de sus corazones y las risas de felicidad cuando su padre lo alzaba y le mordía la barriga, amenazando con recuperar lo que le había robado a sus esposas. Pero ahora…

Volvió a gemir mientras su vientre se retorcía con nerviosismo. Ahora comprendía a sus hermanos cuando paseaban tristes bajo las arcadas del patio, jurando que morirían de dolor si no conseguían una prenda de afecto de sus amadas.

Sabía que sólo era un capricho, que estaba fascinado por el atractivo y la personalidad de la dama Cortés, pero esperaba que el sentimiento se suavizara pronto y desapareciera antes de que le hiciera cometer una indiscreción en sociedad. Shasmel era joven, su familia no tenía dinero ni influencias importantes, y no heredaría el condado. No necesitaba más pistas para saber que si los embajadores humanos pretendían casar a la señorita Cortés con un narsiano, él no estaría entre los candidatos. Algún anciano rico, hermano de algún príncipe, la tendría en unos meses en su bonito gineceo, dejándola olvidada para que entretuviera al resto de sus jóvenes esposas y cuidara de sus hijos.

Le dio un golpecito con la uña al anillo, escuchando cómo repicaba.

No se trataba de la hija de un granjero a la que pudiera cortejar y, si le exigían compensaciones por un agravio fruto de un arrebato de pasión, tomar por esposa. Si alguien siquiera sospechara que había algo más que cortesía en su trato, podría causar un conflicto intergaláctico. Los humanos no podrían ver con buenos ojos que un segundón de una familia sin importancia de la nobleza rural insultara a una de las agraciadas damas que con tan buenas intenciones habían enviado a ese primer contacto político. El padre de una mujer tan bien educada y con tanta seguridad en sí misma, si no era uno de los embajadores debía ser un ministro del líder de los humanos, o un príncipe poderoso.

Suspiró largo y profundo y decidió que no podía seguir regodeándose en su miseria. Cosas peores que un amor imposible ocurrían en la vida. Una semana después de abandonar la estación espacial se olvidaría del color de los ojos de la doncella —ese misterioso y antinatural castaño que realzaba la firmeza de sus pómulos—, y un mes más tarde no recordaría ni su nombre —sonoro y corto, como un latigazo que restallaba en sus oídos, y seguido por un nombre de familia que, sin duda, homenajeaba la cortesía de sus ilustres antepasados—. Quedaría como el recuerdo hermoso de un amor adolescente, uno de esos amores que nunca tuvo y que se había tomado su tiempo para llegar, justo en el peor momento.

La buena noticia era que le gustaban las mujeres. Sus noches de desvelo, aterrorizado ante la perspectiva de que no fuera así, habían acabado.

Acercándose a la ventana, se detuvo a contemplar las gracias ondeando en el cielo artificial. La temperatura descendía poco a poco, haciéndose cada vez más agradable, mientras las cintas luminosas jugueteaban entre ellas y se difuminaban en la oscuridad. La noche caía y los embajadores humanos debían seguir reunidos aún.

Sangre azulWhere stories live. Discover now