Capítulo 3 - La recepción

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La estrecha cabina estaba en penumbras. Todas las luces de la nave se habían atenuado en cuanto habían comenzado las maniobras de atraque. A pesar de que una voz suave y grave les susurraba en yldiano información constante y tranquilizadora, nadie estaba relajado. Podía sentir la tensión en el cuerpo de sus inferiores. Los notaba a su izquierda, sentados, apretándose las manos sobre el regazo, murmurando algunos, rezando otros. Él se esforzaba por mirar al frente y dejar la mente en blanco. Había pasado por esas situaciones miles de veces. Miles de veces había estado sentado en la antesala de su futuro, dudando si estaba a punto de hacer la locura más grande de su vida o el éxito más rotundo, y los nervios nunca servían para nada. No importaba que sintiera que el estómago se le había petrificado, amenanzando con expulsar una comida que no había tragado; él respiraba lentamente, cerraba los párpados, escuchaba el aire salir de sus fosas nasales, y volvía a abrirlos.

—¿Crees que así se sintieron los sirenos?

Fran tardó un segundo en comprender las palabras del teniente Okoro. Hacía mucho tiempo que no escuchaba esa palabra. Sirenos. Era el término con el que se referían en el ejército a los cosmonautas, especialmente a aquellos que vivieron el Primer Contacto. La palabra era despectiva y sintió una chispa de irritación iniciándose en su interior, pero la apagó sin esfuerzo. El hombre a su lado estaba asustado. No pretendía ser grosero.

—Creo que estaban peor que nosotros. Ellos no sabían qué iban a encontrar una vez abrieran la cápsula. Nosotros hemos entablado contacto, hemos recibido fotos. Sabemos cómo son. No deberíamos tener miedo.

Escuchó un resoplido irónico y giró la cabeza para observar los rasgos anchos de su compañero. Su piel oscura estaba perlada de sudor.

—No, claro, no deberíamos tener miedo. Pero seríamos imbéciles si no lo tuviéramos.

—No van a hacernos daños.

—A menos de que los ofendamos sin saberlo. Vete a saber tú qué puede ser un insulto imperdonable para ellos. A lo mejor les intentamos dar la mano y piensan que estamos insultando a sus madres. Fíjate en los hirge. Son mas raros que un perro verde, y se parecen físicamente a nosotros, mucho más de lo que se parecen estos… estos señores azules. ¿Has visto su piel? ¿Y su pelo? Espero que sean pelucas. En serio lo espero, y aún así no hay forma de que tenga sentido que una cultura inteligente decida teñir a sus políticos con colores tan estridentes.

Fran asintió, escuchando con calma el monólogo cada vez más nervioso. Okoro estaba esforzándose por mantener su voz a un volumen bajo, pero sus susurros eran audibles por los hombres que los rodeaban y se notaba que la gente comenzaba a inquietarse.

—Creo que lo más inteligente es no juzgar por ahora. Mantén la mente en blanco. Limítate a observar y guardar silencio. Luego, cuando tengamos suficiente información, podremos opinar sobre cómo son. Dejemos las sospechas de cómo es su sociedad en base a sus pelucas a nuestro etnólogo favorito.

Ante la simple mención de Shawn Panfil, Okoro se sonrió, quizás comprendiendo que estaba dejándose llevar por la ansiedad, y asintió.

—Tienes razón. No nos pagan para que hagamos estudios sobre los yldianos, sino porque protejamos a nuestros embajadores —Luego miró a sus hombres, los cuales estaban sentados en el banco frente a él, y les hizo un gesto con la cabeza—. ¿Habéis oído? No quiero a nadie actuando por su cuenta ahí abajo. Vamos a comportarnos como malditos maniquies. Ni un ceño fruncido, ni un gesto entre ustedes. No quiero ni verles rascarse el culo, y no digamos ya estornudar. Si un gesto se malinterpreta, no lo habremos hecho nosotros. ¿Entendido? Si a alguien le pica la nariz o va a toser, que lo haga ya.

Como si sus palabras hubieran surtido un efecto mágico, Fran observó con una sonrisa cómo los hombres iban bajando la cara, ladeándo el rostro o haciendo expresiones para que no se notara que habían comenzado a sentir picores. Unas débiles toses se escucharon en el fondo, luego otras más cerca, y unos cuantos no pudieron resistir y terminaron rascándose el hombro, la frente o las barbas, muchas de ellas sudorosas.

Sangre azulWhere stories live. Discover now