Seis años. El gran evento.

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No hizo falta que el despertador sonara para que los tres hermanos se levantaran y se sentaran delante de la televisión dispuestos a ver el inicio de su programa favorito.

El 31 de octubre era el mejor día de todos: sus padres no estaban para ordenarles que hicieran las tareas, se podían pasar el día entero sin cambiarse de ropa y sin ducharse y, lo mejor de todo, podían trasnochar.

La cuidadora les trajo el desayuno: sus cereales favoritos con una nota de su madre en el tazón; les recordaba que los querían mucho y que los verían al día siguiente. Hugo arrugó el trozo de papel y lo dejó sobre la mesita que había al lado del sofá.

—¿Ya ha empezado? —pregunto María mientras se limpiaba las manos en su delantal manchado.

—No, aún le queda un rato —dijo el mayor de los hermanos.

—Pon los dibujitos —se quejó Alberto dando pequeños saltos en el sofá.

—¡No, no! Nos perderemos el principio —lloriqueó Amanda sacudiendo a su mellizo.

Hugo, encargado de la televisión, la encendió, puso el canal infantil y, acto seguido, se metió una cuchara a rebosar de cereales en la boca. El chico ya había perdido el interés en el evento que se repetía cada año. Hacía tiempo que había descubierto la verdad. Por eso, y como acto de rebeldía, se había teñido el pelo de morado oscuro a pesar de tener solo once años. No deseaba que lo relacionasen con su apellido. Una pena que, por el momento, no pudiera hacer nada con sus ojos.

Él no quería saber nada de ellos. Todo lo que envolvía al gran evento de Samhain le revolvía el estómago. A sus hermanos, sin embargo, parecía encantarles. Y como los adoraba, siempre se había quedado callado cuando el día llegaba. Quizás, en algunos años, descubrirían la verdad y se unirían a él. Era su mayor sueño y a lo que se abrazaba para poder pasar la vida con tranquilidad y sin revelarse.

Alberto bailaba y tarareaba al son de la introducción de sus dibujos animados favoritos. Su pelo corto y rubio se movía de un lado a otro. Se tironeó del pijama rosa con ositos para poder ocultarse las manos, una manía suya para decirle al mundo que estaba nervioso, incómodo o agobiado.

Amanda era igual que su mellizo solo que la melena le llegaba hasta los hombros. Aunque más de una vez se había cortado el pelo ella misma. No se la podía dejar sola con unas tijeras cerca o estropeaba todo lo que había a su alrededor. Sus padres tenían grandes esperanzas puestas en ella, aunque no lo dijeran en voz alta. Su manía más común era pellizcarse las pestañas cuando estaba aburrida.

—Amanda para. —Su hermano tenía que recordárselo de vez en cuando.

—Venga, jo, que va a empezar —se quejó la chica.

Hugo le dedicó una sonrisa a María que se encogió de hombros y desapareció de su vista. Como sus padres viesen que no estaba trabajando, podían llegar a bajarle el sueldo. Él solía colocarle en el sobre que le daban al final de cada mes un par de billetes que había ahorrado durante ese tiempo.

Cambió de canal con un leve giro de muñeca. El programa estaba emitiendo la cabecera mientras que los pequeños se bajaron del sofá para sentarse en el suelo. Hugo sacudió la cabeza, conteniendo todas sus fuerzas para no hablar más de la cuenta.

—Bienvenidos a la centésima edición de «Los Cazadores de Samhain», la única noche del año en la que el infierno se abre y solo unos pocos pueden entrar —dijo un hombre con un traje rojo y un maquillaje de lo más llamativo. Alberto permanecía con la boca abierta, sin creerse lo que sus ojos estaban contemplando—. Recordamos a los espectadores que esta noche nuestros ocho famosos se adentrarán en el bosque de las almas perdidas para dar caza a algunos cuantos infectados. ¿Saldrán airosos de esta situación? Conozcamos a los cazadores de esta entrega.

Hugo resopló. Solían ser los mismos, solo cambiaban a los que quedaban en los últimos puestos. Sus padres eran los más codiciados debido al espectáculo que preparaban cada año; la audiencia no podía esperar para verles. Empezaron las presentaciones.

—Ahora les toca a mamá y a papá —susurró Amanda. Los nombres aparecieron en pantalla y los mellizos gritaron.

—¡El vestido de mamá es de Dama Fantín! —señaló Alberto ese vestido blanco que, de vez en cuando, dejaba entrever una luna menguante.

—Lo llevas diciendo toda la semana.

—Pero no había podido verlo. Es precioso.

Estaba claro que al chico le encantaba la alta costura. Ya lo había dicho más de una vez y nadie lo ponía en duda: cuando fuese mayor, sería diseñador, mientras, practicaba con sus muñecos.

—¿Cuál es tu táctica en esta edición, Diana?

—Como ya sabes, cada año es más difícil enfrentarse a ese infierno —comenzó diciendo su madre que se había sentado en el sillón destinado para los invitados. Su padre estaba al lado, agarrándole la mano y sonriendo—. El objetivo principal no es solo erradicar un poco los horrores que hay ahí dentro, sino salir vivos de allí.

—¿Crees que no vas a sobrevivir?

—Más le vale que sí —interrumpió el padre, casi como si fuera un guion ensayado—, nuestros hijos nos están esperando en casa.

—¡Nos ha nombrado! —se emocionó Amanda.

Hugo apretaba tanto los dientes que le empezaba a doler la mandíbula. No era bueno seguir así. Se levantó y se fue a la cocina dejando a los mellizos solos, quienes ni se percataron de su ausencia.

—¿Otro año que no lo vas a ver? —le interrogó María mientras fregaba la cocina.

—Fingiré que lo he hecho, como siempre. —Se sentó en el taburete y apoyó las manos en la encimera que estaba recién limpiada—. No le encuentro sentido a lo que hacen. Es... cruel.

—Sí, pero tienen una excusa que la sociedad acepta. —María siempre había pensado que los hermanos no tenían la mentalidad que debían. Parecían mucho más adultos, en especial Hugo.

El chico dejó escapar un suspiro y se permitió ocultar el rostro entre sus brazos. ¿Qué iba a hacer? ¿Cómo iba a impedir que sus hermanos se alejasen del destino que estaba escrito?

—Dentro de cinco años será el sorteo. —María era oportuna recordando acontecimientos que prefería olvidar.

—Yo no voy a estar. Seré muy mayor para eso.

—Tus hermanos sí.

—Y es lo que más me duele de todo. —Se permitió estar unos segundos en silencio hasta tener el valor de decir las siguientes palabras— Cuando me vaya, María, no voy a volver. No pienso mirar atrás.

A pesar de que ella no le rebatió, sabía qué le deparaba el futuro si lo hacía: lo llamarían egoísta, desertor, no tendría acceso a la cuenta bancaria de sus padres ni optar por la herencia. Sin embargo, todo eso le importaba poco. Estaba dispuesto a desaparecer, a marcharse. Ganaría el suficiente dinero como para volver y llevarse a sus hermanos de aquella locura, de aquel evento que tantas nauseas le causaba.

Los Cazadores de SamhainМесто, где живут истории. Откройте их для себя