Diecisiete años. Fin del juego.

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Alberto se ocultaba las manos bajo las mangas. Llevaba con aquella sensación en el pecho desde hacía un rato. Era como si su hermana estuviera intentando decirle algo. Daba gracias a la vida de que llevase la cámara consigo y de que pudieran observar y oír todos sus movimientos. Un privilegio de ser familiar de una cazadora.

El juego acababa de empezar y Amanda no tardó en encontrarse con una infectada, sin embargo, no disparó. Bajó el arma con rapidez, incluso ayudó a la joven. Él creyó reconocerla: era la amiga de la que tanto hablaba. La que perdió hacía algo menos de dos años. Alberto no empezó a unir cabos hasta que se repitió esa última frase. A esa chica la echaron de la academia. No estaba contagiada.

Su corazón se aceleró. ¿Qué estaba ocurriendo? Tenía que quitar aquella cara de susto si no quería que los trabajadores le echasen de la sala y no pudiera ver más.

—¿Qué está haciendo...? —preguntó la mujer que se encargaba de ayudarla en su camino. Se acercó al micrófono y lo encendió—. Amanda, ¿me recibes? ¿Qué haces? Acaba con ella.

—Nos ha silenciado —afirmó uno mientras comprobaba algo en su tablet.

El revuelo empezó a crearse en la sala, no obstante, Alberto no se movió de su sitio. Siguió tirándose de las mangas y contemplando con atención la pantalla. Tenía que averiguar qué estaba ocurriendo. Cerró los ojos y trató de buscar ese vínculo que compartía con ella.

Por fin salió de la cabaña y siguió andando. Apareció Izan y, desde el fondo de la sala, pudo escuchar al presentador cómo daba paso a esas imágenes. Añadió que esa sería la primera pareja que se formaría en aquella nueva generación. Era una tontería. A ella no le gustaba.

Las personas salían y entraban, intentaban contactar con otros cazadores para que la buscaran y le pidieran que volviese a conectar la línea. Todos parecían centrados en su propio ego como para hacer caso.

—Eh, parece que va a disparar —dijo uno al mirar a la pantalla.

Todos se acercaron para ver cómo Amanda era atacada y empezaba una persecución. Alberto tuvo el mismo presentimiento que ella y esperó con la respiración sostenida, aguantando cada segundo que pasaba. Era una auténtica agonía.

Pronto comprendió que no se había equivocado, que era su hermano el que estaba apreciando en pantalla. Las lágrimas se agolparon en sus ojos, pero tuvo que tragárselas de golpe. Nadie podía sospechar que había hecho un nuevo descubrimiento.

Por una parte, se sentía feliz por ver que sus hermanos estaban hablando; por otra, se moría de ganas de estar con ellos, de saber lo que decían. Sin embargo, podía unir piezas él solo. Desde el principio sabía que ese programa estaba maldito, que había secretos que no querían revelar. Por eso Hugo se fue. Nadie era consciente, pero él sabía que a su hermano nunca le había gustado lo que hacían sus padres. Al principio no lo entendía, si bien a medida que fue creciendo, comprendía el motivo de que Hugo se marchase. Él deseaba, tanto como Amanda, el que viniera a rescatarlos.

—Hemos contactado con Izan —decían a sus espaldas—, la está buscando.

Y los acabó encontrando. Todos estaban atentos. El canal de Amanda se apagó y se empezó a escuchar la voz de Carlos.

— Y me gustas. Joder que si me gustas, pero no puedes competir con la popularidad ni la fama. No voy a dejar que nada arruine mi momento, Amanda.

Alberto se llevó las manos a la boca cuando escuchó el disparo. Aguantó el chillido de dolor porque quería saber cómo acababa, cómo demonios justificaba lo que había hecho. Esperaba que Carlos se arrepintiese, quería verle llorar. Le pedía en silencio que se mostrase como una víctima de sistema. Solo así sería capaz de entenderle.

Su puntuación descendió 100 puntos. En la sala todos le aclamaron. Izan volvió a disparar y esos números que se habían ido, aparecieron de nuevo en la clasificación: lo proclamaban ganador indiscutible. Acabó acercándose a Amanda y agachándose a ella. No estaba muerta, no del todo. Alberto podía notar cómo se desangraba lentamente, cómo aún respiraba con pesadez. Sentía que él mismo tenía una hemorragia interna.

—Feliz día de muertos, Amanda.

El joven no pudo aguantarlo más. Salió de la sala mientras le gritaban y empezaban a perseguirlo. Tenía que arriesgarse por una vez en su vida. Solo una vez. Solo un segundo. Por su melliza, por su hermano. Ellos eran los únicos que sustentaban su vida. Ahora ya no estaban. Ya no le quedaba nada que perder. Ni los diseños ni las telas podrían sacarle del abismo en el que se había caído. Todo por culpa de un juego, de un programa absurdo que veían cientos de personas y que nunca se habían preguntado lo que realmente pasaba detrás de las cámaras.

Llegó a la sala de grabación. Estaba a un paso de entrar en el ahora moderno plató y contarle al mundo entero la verdad. No le tembló el cuerpo cuando pensó en destruir todo aquello, en reducirlo a cenizas. Alguien le agarró de la camisa y él tiró con tanta fuerza que acabó cayendo al suelo. El presentador y los tertulianos se dieron cuenta, pero siguieron con sus comentarios en directo.

Alberto se arrastró con rapidez. Se levantó usando toda su fuerza. El público se sorprendió. El joven se acercó al presentador, al micrófono que tenía implantado en aquel collar decorativo.

—Matan a inocentes. Están matando a gente que no está contagiada.

No tardaron en apresarlo; él luchó, gritó las mismas palabras sin descanso. Lo había dicho. Había intentado ayudar al mundo a abrir un poco más los ojos. Esperaba que, al menos, lo hubiera hecho. Antes de que le anestesiaran, sus últimos pensamientos se dirigieron hacia sus dos hermanos. Esperaba poder encontrarse pronto con ellos.

Los Cazadores de SamhainWhere stories live. Discover now