Diecisiete años. El espectáculo.

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Un escalofrío le recorrió el cuerpo entero al ver cómo de lleno estaba el plató. Nunca había salido en la televisión y aquel 31 de octubre tenía que hablar delante de un número descomunal de espectadores.

—Deja de moverte, ¿quieres? No hay quien te arregle el pelo con tu nerviosismo.

Alberto estaba terminando los últimos retoques. Él era el responsable del vestido que llevaba esa noche, lo habían estado ideando desde que sabían que ella asistiría al evento más importante de todo el año.

Estaba a punto de salir, mientras, Giselle hablaba animadamente con el presentador. Todos lo estaban haciendo bien: encandilaban al público con una simple mirada. Se notaba que llevaban años practicando delante del espejo. A ella se le había olvidado que existía esa otra segunda parte de entrenamiento.

—Muchas gracias por compartir con nosotros estos momentos antes de que las puertas del infierno se abran —dijo el presentador despidiéndose de su invitada—. Y ustedes no se muevan de sus asientos porque, después de la publicidad, nos acompaña la estrella de esta generación.

—¿Esa soy yo? —dijo a la vez que los aplausos ensordecieron el ambiente.

—Sí. Por favor, para un segundo ya.

Los dos estaban nerviosos: uno porque iba a presentar su trabajo al mundo entero; la otra porque tenía que salir ahí y hablar delante de cientos de personas. El presentador pasó al backstage a beber una botella de agua. Se acercó a los jóvenes.

—¿Estás preparada?

—No. —Demasiado nerviosa como para decir algo más.

Alberto le hizo un gesto de despedida, estaban echándolo de su lado para que pudieran colocarle el pequeño micrófono.

—Tranquila, haz lo que mejor sabes hacer —Amanda frunció el ceño y le dedicó una pregunta silenciosa—: mátalos con amabilidad o con tu pistola, lo que sea más rápido.

Aquel comentario la hizo reír y, en cierta manera, le destensó un poco la mandíbula. El presentador se puso en su sitio mientras la cuenta atrás aparecía en pantalla. Cuando llegó a cero, el plató volvió a tener ese aspecto de misterio. Era un espacio sencillo, pequeño y acogedor: dos simples sillones, un suelo de madera y un telón; las cortinas tenían fibras que cambiaban de color según lo que la situación requería. En ese mismo instante, su tono era blanco y con algunos toques azules que volaban como si se tratasen de pequeñas llamas.

—Lo habéis estado comentando por redes muchos de vosotros. Estáis ansiosos por conocerla, pero me voy a hacer de rogar un poco más.

El presentador tenía que contextualizar a la audiencia, como si alguien no la conociera ya. El tiempo se ralentizaba y corría a partes iguales. Al final, su nombre fue pronunciado y los aplausos le siguieron. Respiró profundamente y salió.

Su vestido blanco pomposo se atascó, no obstante, logró salir airosa tirando un poco de la tela. Estaba hecho de seda y con una capa de tul por encima, tenía una manga atada en su hombro izquierdo. El presentador le indicó que se sentara con un simple gesto.

—Vaya, vaya, la verdad que esperábamos otra cosa de ti. ¿No hemos visto ya este vestido? —Amanda solo fue capaz de dedicarle una sonrisa nerviosa—. Veo algunos complementos que no me gustan: el maquillaje demasiado agresivo y la corona muy oscura. ¿A quién tenemos que agradecerle esta... estampa visual?

El público rio. Su vestido era muy parecido al de su madre, el mismo que llevó hacía unos once años atrás. Muchos esperaban que estuviese a la altura de Diana, la dama de la media luna. Su madre era la visión más pura del programa, no podía competir con eso así que había tratado de coger esa idea y darle la vuelta.

—¿Amanda? Parece que te ha comido la lengua el gato.

Las risas volvieron a hacerse presente y ella se dio media vuelta para buscar a su hermano. Lo encontró tras bastidores, le hizo un par de gestos para que reaccionase. La joven sacudió la cabeza y tragó saliva con fuerza.

—Yo —logró decir mientras se levantaba con brusquedad y se llevaba las manos al nudo que tenía en el hombro. Alberto lo había apretado con fuerza, le estaba costando más de lo que había creído—. Yo...

—¿Tú? ¿Tú qué, Amanda?

El presentador no era igual tras las cámaras que delante de ellas. ¿Por qué se comportaba así? Había creado un personaje del que no podía desprenderse jamás. ¿Eso era lo que quería ella? Por supuesto, no iba a dejar que el resto del mundo la conociese, tenía que crear una coraza para protegerse de todo ellos.

El nudo se desató y pudo respirar un poco más tranquila, aunque no permitió que ese sentimiento se exteriorizase. Se quitó el vestido tal y como lo había ensayado, la tela giró a su alrededor y, finalmente, acabó cayendo a un lado del plató.

Bajo aquel vestido había un corsé negro, que no le apretaba, semitransparente y con varillas de oro; la falda empezaba con una cinta dorada cargada de piedras, la tela negra caía por sus caderas con suavidad adornada con hojas y símbolos dorados y plateados; otra cinta, decorada con dibujos, ponía fin al conjunto. Lo mejor, para ella, era aquel guante que recreaba su mano con joyas blancas. Era toda la imagen contraria de su madre. Era, en cierta forma, una versión extrema de ella misma.

—Soy... la hija de Nótt. —Había creído conveniente elegir ella misma su apodo, era la mejor opción. Después la audiencia decidiría si le gustaba o no.

Por algún motivo, el público aplaudió con fuerza. Muchos jóvenes talentos cometían el error de seguir los pasos de sus padres. Solo había uno como ellos, tenían que conseguir su propia marca si querían sobrevivir en aquel mundo tan efímero.

—Vaya, eso sí que es bueno. Con que hija de la noche, ¿eh? Buena jugada.

Ella volvió a su asiento. Cada músculo de su cuerpo estaba tenso, ni siquiera en el internado se encontraba tan fuera del agua. Toda aquella experiencia era nueva para ella.

—Cuéntanos, Amanda, ¿por qué este outfit?

—Lo ha diseñado y confeccionado el gran Alberto Gómez —dijo casi de carrerilla, se lo había estudiado de memoria—. Es como si se cerrase una etapa.

—¿Estás diciendo que, según tú, tu madre está acabada?

—No, no —contestó con rapidez. Le habían advertido de que iban a atacarla por todas partes y no solo físicamente—. Lo que quiero decir es que yo no soy ella.

—¿Qué esperas encontrarte en el infierno? —La mirada del presentador le indicó que iba por buen camino.

—Supongo que lo que el mismo nombre indica: el infierno. —Se encogió de hombros lo que provocó una risa entre el público. La sensación que notó en el pecho le gustó más de lo que admitiría en voz alta—. Nos han estado preparando durante siete años para esto. Sea lo que sea, podremos con ello.

—¿Tú y quién más? —Alzó las cejas mientras se apoyaba en el reposabrazos del sillón.

—Yo y mis compañeros. Por si no te has fijado, somos ocho participantes. —Había metido la pata, había olvidado que cualquier palabra podía ser utilizada en su contra.

—¿Hay alguien especial de esos ocho participantes? Se han estado oyendo rumores de que tú e Izan habéis compartido algunos momentos íntimos.

—¿Quién? Oh, ya, Carlos. —Sabía que se estaba metiendo en una espiral de la que nunca podría salir. El hecho de que hubiera dicho su nombre real era todo un mundo—. Somos compañeros de batalla, nada más.

—Pero lo llamas por su verdadero nombre.

—Creí que aquí se hablaba del infierno.

Las risas volvieron y, tras aquel pequeño bache, la entrevista siguió con un agradable ritmo. Entre ella y el presentador crearon una dinámica de tira y afloja que pareció agradar a los espectadores. Cuando pudo salir de las cámaras, respiró tranquila.

—Ha sido increíble, hermanita —dijo Alberto abrazándola—. Las redes estaban que ardían con tu afilada lengua.

—Gracias, ha sido una tortura —reconoció. Había sudado la gota gorda con tanto foco y tanta atención.

—Oh, pues aún te queda la peor parte —le recordó amablemente su hermano.

Los Cazadores de SamhainDonde viven las historias. Descúbrelo ahora