Prólogo

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Ricovery Southside, Columbia Británica. 

10 de octubre, 2010.

2:45 a.m.

—¡La perdemos! —grita el Doctor Lewis en medio de la sala de parto mientras camina alterado entre los enfermeros y asistentes de parto que han llegado ante la escena.

En el fondo se escucha aquel inquietante sonido que pone en alerta a todos los profesionales, es el sonido que marca una muerte, un pitido ensordecedor que se adueña de esas cuatros paredes. Una línea recta se marca en el monitor cardíaco, no hay pulso en el cuerpo de la mujer.

—¡Traigan el desfibrilador! —exige y enseguida una de las asistentes trae el aparato reanimador.

El Doctor Lewis toma las palas de metal y les coloca gel conductor con rapidez. Las enfermeras se encargan de despejar la zona del tórax y colocan allí dos parches. Una capa gruesa de sudor cubre su frente, ha asistido muchos partos en lo que lleva de su carrera, pero nunca se ha enfrentado ante la muerte de una madre. El doctor fricciona la superficie de metal de ambas palas, comienza a contar desde tres en forma regresiva y en el momento en que llega a uno, la asistente activa la corriente.

—¡Despeje!

El sonido eléctrico corta el aire cuando las palas chocan con los parches adheridos al pecho desnudo y vulnerable de la mujer sin vida. Su cuerpo se contrae a causa de la energía que recorre su cuerpo en pocos segundos. Si la pierden a ella, también pierden al bebé. La embarazada no reacciona, así que vuelven a intentarlo aumentado la carga. Entre gemidos, lágrimas, y gritos como intentos de dar a luz, la mujer había sufrido un paro cardíaco.

Desde el escaparate de la sala de parto, Hannah, con toda su ropa empapada, observa como intentan reanimar a su madre, pues tampoco ignora la línea recta que está marcada en el monitor.

Afuera del hospital se desarrolla un gran vendaval que está arrasando con la ciudad, es en otoño y una tormenta como aquella no es común de la época. Columbia Británica nunca se ha enfrentado a algo igual. Casi tres horas después desde que la tormenta había comenzado, la lluvia no ha cesado ni un momento y tampoco parece tener la intención de hacerlo, solo se intensifica. Fuertes vientos huracanados amenazan con destruir todo a su paso, los rayos se esparcen a lo largo de la ciudad de manera aleatoria y todas las personas huyen a refugiarse.

Hannah y su madre cruzaron la puerta del hospital cubiertas de agua hace ya más de una hora cuando la tormenta estaba en todo su apogeo. No pudieron conseguir un estacionamiento cerca de la entrada por lo que tuvieron que recorrer una gran distancia, quedando empapadas.

La mujer sigue sin reaccionar, han intentado reanimarla ya más de cuatro veces. Su cuerpo parece responder ante la corriente, pero su corazón se niega a palpitar.

—¡Una última vez! —anuncia Lewis al equipo de enfermeros. Esta vez, se inclina un poco hacia el cuerpo y le susurra al oído a pesar de que sabe que no lo escucha:—Vamos, Zorahat —Él vuelve a frotar las palas de metal y le da una mirada de reojo a la chica esperanzada con cabello mojado que lo mira desde el escaparate—. ¡Tres, dos...!

El tiempo parece detenerse para Hannah en ese instante en el que los codos del Doctor Lewis comienzan a desplegarse hacia el cuerpo de su madre. Antes de que él pueda contar uno y enviar un último corrientazo de electricidad por el cuerpo de la mujer, algo inesperado sucede.

Afuera dos nubes colisionan por encima del hospital, produciendo la separación de cargas eléctricas. Un rayo nace en ese preciso instante, un rayo que le daría vida un cuerpo y no tan solo vida. El relámpago cae sobre uno de los contenedores de conexiones eléctricas, fragmenta su estructura y deposita una gran cantidad de energía eléctrica en tan solo unos segundos. Los cables debieron haberse fundido al instante, sin embargo, algo extraño sucedió. La energía viajó por todo el cableado más rápido de lo que había llegado el rayo, recorrió algunas salas, conexiones y circuitos eléctricos del hospital hasta llegar a un punto crucial.

La Energía Entre NosotrosWhere stories live. Discover now