PRÓLOGO

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Pris Onate era una mujer muy hermosa con un encanto salvaje que atraía poderosamente a los hombres. Lo supo durante la adolescencia, cuando empezó a ser consciente que las miradas y las sonrisas que le dedicaban no eran del tipo que se dirigen a una niña.

Con catorce años volvió prácticamente loco a su profesor de matemáticas, una medianía de hombre, casi calvo y con gafas, que le quitó la virginidad a cambio de un aprobado alto y algunos regalos de poca importancia.

La experiencia en sí no fue satisfactoria. Como amante no valía un pimiento pero le enseñó la lección más provechosa de toda su vida: con su cuerpo y una  buena predisposición, sería capaz de conseguir cualquier cosa de un hombre.

Con dieciocho años, una nota media bastante mediocre pero con un currículum en experiencias sexuales bastantes amplio, fue a la universidad. Y allí empezó verdaderamente su carrera como prostituta.

No es que esta profesión le agradara demasiado. Hubiera preferido abrirse camino como modelo o actriz, pero su talento en ambas materias era inexistente y su inteligencia le impidió hacer el ridículo.

En pocos meses su cartera de clientes fue bastante amplia y sus habilidades le granjearon la llegada de amigos ricos y poderosos. Era fácil para ella hacerlos hablar en medio de la pasión y empezó a utilizar la información financiera en su propio beneficio. Eso, unido a los regalos y a sus propios honorarios, que no eran bajos precisamente, le permitió instalarse en un apartamento de la parte más exclusiva de la ciudad,  un edificio que contaba con la excentricidad de poseer un portero humano en lugar de uno de esos mecánicos tan lustrosos y brillantes pero que carecían del toque de picardía que ella necesitaba cuando llegaban sus clientes, porque si bien es cierto que un robot no cuenta chismes, también lo es que no hay manera de agradecerle su confidencialidad ni de hacer que mienta llegado el caso. Ella era una puta de lujo y sus clientes querían que quien les viera llegar fuera capaz de olvidarles con la misma facilidad con que les abrían la puerta, y eso se conseguía con abundantes aguinaldos que ella consideraba una inversión para conseguir mantener su privacidad. Así pues, cada vez que iba a tener visita, el portero se encargaba que las cámaras de vigilancia se estropearan durante la entrada y la salida del cliente para que no hubiera ninguna constancia.

Todos estaban contentos con este arreglo. Ella podía recibir las visitas en la comodidad de su propia casa, sus clientes sabían que su privacidad estaba a salvo, y el portero tenía una entrada de dinero constante que le permitía darse unos caprichos que de otra manera no hubiera podido.

Aquel día Pris se levantó relativamente temprano. Se arregló concienzudamente, como siempre, maquillándose con maestría después de darse un baño refrescante con aceite de eucaliptus que le dejó la piel suave y perfumada. Salió a la calle sobre las dos de la tarde para ir a comer, saludando al portero cuando pasó por delante de la recepción. Tenía tiempo de sobras para comer en el restaurante de la esquina e ir de compras hasta las seis y media de la tarde, hora en la que tendría la visita de un nuevo cliente con el que había contactado hacía unos días. Dijo llamarse Pedro Pérez y había conseguido su número gracias a un conocido común, Jeremías Marckham, un cliente que había alabado su profesionalidad y gran experiencia.

A Pris le hizo mucha gracia comprobar una vez más lo ridículos y poco imaginativos que eran los hombres a la hora de buscar un nombre falso cuando pensaban echar una cana al aire. ¿Pedro Pérez? Por favor. De todas formas, ¿quién era ella para juzgarle? Y el rostro que vio en la pantalla era afable y cordial. Además, aunque ya hacía tiempo que no aceptaba nuevos clientes, este venía recomendado por Marckham y no podía decirle que no.

Volvió cinco minutos antes de la hora de la cita y se encontró con Pedro Pérez, que llegaba justo en aquel momento. Llevaba el rostro oculto tras unas enormes gafas de sol y una bufanda enrollada hasta la nariz, un disfraz bastante grotesco teniendo en cuenta que estaban en el tercer nivel subterráneo de Megápolis Barcelona donde, entre otras cosas, la temperatura era primaveral de forma permanente.

El hombre fue muy amable y la ayudó con los paquetes. El portero no estaba en su sitio y esto pareció aliviar enormemente a su visitante aunque a Pris no le extrañó. Cuando alguien la visitaba por primera vez siempre tenía la misma reacción.

Al entrar en el apartamento John le tendió los paquetes que sostenía para que se hiciera cargo de ellos pero Pris, iniciando el juego, se acercó, le quitó la bufanda y las gafas de sol que le ocultaban la cara, y acarició su nariz dejando deslizar suavemente la uña del dedo índice sobre ella. Después cogió los paquetes y, contoneándose, desapareció tras la puerta del dormitorio.

HIJOS DE LA CIENCIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora