CAPÍTULO DOS

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Era un bloque de apartamentos cercano al centro de la ciudad, en el nivel tres, un lugar donde los alquileres no eran precisamente bajos. La entrada era grande, con un mostrador limpio y brillante, de madera de roble, donde esperaba pacientemente el portero que, con mirada somnolienta, vigilaba y controlaba a todos los que entraban y salían del inmueble. En aquel momento estaba siendo interrogado por  cerdito Urbano, compañero de brigada de Ferrer.

El apartamento era de un blanco reluciente, decorado con muy pocos muebles, todos de color pino. Una mesa oval con cuatro sillas y un aparador con algunas figuritas de porcelana, todo perfectamente ordenado, ocupaban apenas una cuarta parte del espacio del comedor. La cocina, aparte, daba la impresión de no haber sido usaba nunca.

Cuando Ferrer entró en el dormitorio no había nadie a excepción de la muerta y el forense, que estaba iniciando su examen previo antes que la trasladaran al Instituto Forense. Fuera, en la puerta del apartamento, dos agentes de uniforme impedían la entrada a cualquiera que no perteneciera al departamento de policía, sobre todo a los periodistas.

“Los de la científica ya han terminado su inspección. Son cada vez más rápidos. Espero que sean igual de veloces para entregar los informes”, pensó mientras echaba una rápida ojeada a su alrededor.

El cadáver de la mujer estaba tirado sobre la cama, boca abajo y con las muñecas atadas al cabezal, decentemente cubierta con una sábana.

—¿Quién la ha tapado, Ramón? —preguntó Ferrer al forense.

—El mismo asesino.

—¿Y cuándo la ha matado? ¿Antes o después de..?

—Ni antes ni después. No ha habido sexo.

“Es evidente que el asesino vino con el solo propósito de matarla”.

Levantó un poco la sábana para poder verle el rostro. La mayoría de policías que trabajaban en homicidios acababan transformando a las víctimas de seres humanos a objetos inanimados, con el simple propósito de inmunizarse. Jamás pensaban en aquellas personas como en seres vivos porque era la forma de evitar tener sentimientos hacia ellas, y bromeaban delante de los cadáveres como revulsivo para el dolor. Ferrer quería evitar a toda costa que a ella le sucediese lo mismo; pensaba en aquellos muertos como en lo que eran, seres que habían vivido, que habían tenido sueños, esperanzas, frustraciones y miedos como cualquier otro ser humano. No los deshumanizaba porque no quería que su corazón se convirtiera en piedra, aunque eso significase llorar en silencio por cada uno de ellos. Pero jamás lo admitiría ante nadie.

Por un instante, aquella cara le resultó familiar. Era un recuerdo vago, escondido en la parte más oscura de su mente, rodeado de olores rancios, risas infantiles y un profundo sentimiento de soledad. Pero fue solamente un instante que desapareció tan deprisa, que apenas se percató que había existido.

—¿Cuántas horas hace de la muerte? —preguntó al fin.

—Seis o siete, aproximadamente. No puedo ser más explícito hasta que le haga la autopsia.

—¿Alguna señal de violencia?

—No. Debió prestarse a ser atada, y después el asesino probablemente le inyectó algún tipo de tranquilizante, algo que podré decirte de forma segura cuando haya terminado los análisis. No se aprecian signos de lucha, ni siquiera hay rozaduras en las muñecas provocadas por las esposas. Podré darte más datos en cuanto…

—… hagas la autopsia —terminó Ferrer asintiendo con la cabeza, y miró a Mark. No había esperado que ella le diese ninguna orden y ya estaba rastreando sistemáticamente toda la habitación en busca de huellas digitales, restos de ADN o de cualquier otro tipo de resto o señal analizable, a pesar de saber que ese trabajo ya había sido hecho. Ferrer se alegró por este pequeño cambio de actitud y pensó que si seguía así, quizá pronto empezarían a entenderse. Si era optimista, claro.

HIJOS DE LA CIENCIADonde viven las historias. Descúbrelo ahora