Efecto Pigmalión, o cómo ser lo que los demás esperan que seamos

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La mujer, engalanada con un vestido de terciopelo azul y un sombrero pequeño de ala corta, entró en el establecimiento.

—Buenas tardes, Alexander —avanzó hasta el mostrador donde un anciano, que sostenía una pipa humeante entre los labios, se afanaba en arreglar el complejo mecanismo de un reloj de pie. El hombre respondió con un gruñido, acompañado de una fugaz y curiosa mirada de reojo; casi nadie lo llamaba por su nombre de pila. Luego continuó trabajando.

Una radio interrumpió en ese momento su programación habitual para ofrecer el titular de dos noticias destacadas: Francia, temerosa del amenazante poderío alemán, acababa de declarar la guerra a Prusia. Algo más al sur, en los Estados Pontificios, un Concilio había aprobado el dogma de la infalibilidad papal.

—A cual peor... —rezongó el viejo al tiempo que alargaba con inseguridad su mano izquierda para silenciar el aparato. En pocas horas, decenas de bestias mecánicas fabricadas en hierro e impulsadas con carbón, de varios metros de altura cada una y un mortífero arsenal de armas en su interior, se enfrentarían para dilucidar la hegemonía sobre el continente. Mientras, un líder religioso que no podría impedir dicho conflicto ni aunque se lo propusiera, vería incrementado su poder espiritual de la noche a la mañana... pero sólo a ojos de sus más devotos fieles.

El mundo ya no era ese lugar seguro de antaño que él recordaba, cuando aún compartía su vida con Martha. No desde aquella fatídica tormenta eléctrica... Su querida y destrozada Martha.

—¿Cómo dice?

Alexander Sevilla posó una vez más su mirada sobre la mujer, y esta vez la observó de arriba abajo con mirada reprobadora. Pero ella, paciente y, aparentemente, ajena a su escrutinio, esperó.

—Decía que este mundo no es más que un enorme estercolero al que el ser humano no hace sino sumar más y... —Un acceso de tos interrumpió la diatriba de Alexander, que tuvo que sostener la pipa con su mano derecha para evitar que se le cayera.

—¿Se encuentra bien? —se interesó la recién llegada.

—Sí, no es nada... —sufrió un nuevo acceso de tos—. Se pasará en cuanto me tome un café bien caliente, y si es de Colombia, mejor —hizo una pausa—. A todo esto, ¿qué desea, señorita...? ¿No ha leído el cartel en la puerta? Ya no ejerzo.

—Oh, sí, pero confiaba en que a mí me atendería... Verá, mi nombre es Venus, Venus Cyprus. Sé lo bueno que es en su trabajo, y...

—¡Eso era antes! —cortó. Odiaba su pasado.

—¿Significa eso que se ha rendido? —los ojos de Venus se clavaron en los del maestro relojero.

—No sabe de lo que habla —respondió displicente.

—¿De veras? —Alexander percibió desafío en la mirada azul —azul como el mar— de la mujer, y su mano tembló más de lo normal. ¿Se conocían?—. ¿Cree que no sé nada de su pérdida? ¿Que desconozco lo de su enfermedad? —le miró su mano izquierda, que Alexander se apresuró a esconder. De algún modo, él supo que no mentía.

—¿Quién es usted?

—La añoras mucho, ¿verdad? A Martha.

El maestro relojero no respondió, pero sus ojos se llenaron de lágrimas.

—¿Venus? ¿E...¡eres tú!?

La diosa asintió.

—Querido Alexander, somos lo que los demás esperan que seamos. Y recuerda: lo que hice en el pasado lo puedo repetir, pero no antes de que tú seas lo que todos esperamos de ti.

Alexander abrió mucho los ojos.

—¡Lo haré! —se pasó la mano por la cara para enjugarse las lágrimas—. ¡Lo prometo! ¡La reconstruiré!

—Y yo le insuflaré mi aliento vital para que volváis a estar juntos.

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