1-Hallazgo

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11 de Febrero del Año 747 de la E.D. (Era del Dolor) – Región Boscosa Meridional

Aquel invierno había sido el peor de todos, recordaba Dragan mientras conducía su carro a través de aquel maldito bosque, que no hacía más que atravesar cada año para dirigirse a Amûn, donde vendía su rico pescado. A su lado iba su mujer Agnes cubierta con una capa de piel de oso de la cabeza a los pies, quien no hablaba ni formulaba palabra alguna, solamente asentía o negaba con la cabeza a las cuestiones de su marido. Como bien se había dicho este último, el invierno, que se encontraba en su recta final antes de que llegara la primavera, se había cebado con las comarcas del sur ahora más que nunca. No era raro que hiciera frío, se congelase la barba, a las cornisas de los edificios les crecieran carámbanos de medio metro de largo o que una alfombra de nieve de una altura preocupante adornase los campos. Pero aquella vez infinidad de aldeas y villas sufrieron la incomunicación que las fuertes ventiscas generaron, muchos murieron de hambre a causa del mal tiempo y del sitio, y las pérdidas fueron monumentales. Por suerte y como cada año, el estrecho de Aswad se helaba creando un puente entre los dos lados, cosa que aprovechaba Dragan para expandir sus fronteras de comercio al interior del continente. Además, las aldeas costeras se beneficiaban del cambio natural y gozaban de una tranquilidad impensable por un período de tres a cuatro meses, dada la ausencia total de piratas en la bahía de los Lacayos.

Aquel viaje sería el último para Agnes, pues aunque no llegaba a los cincuenta, los largos trayectos llegaban a fatigarla de consideración, y ese no era ninguna excepción. Por el contrario, Dragan disfrutaba del hecho de viajar, de conocer mundo y otras culturas, ya que a nadie le gusta salir cuando la temperatura no llega a los cero grados centígrados. Al tratarse de un afamado pescador, se había recorrido, en los veinte años que llevaba en su oficio, casi toda la costa de los Señores del Mar aprendiendo nuevas técnicas y enseñando tanto a los iniciados en la materia como a los más veteranos. Lo que ahora tanto anhelaba, a sus cincuenta años, eran las tierras interiores, caminar por bosques donde la primavera no terminara, kilómetros y kilómetros de verdes praderas donde paciesen libres los animales y los pájaros la amenizaran, y sentarse en una remota taberna a escuchar las leyendas sobre seres extraños, batallas épicas y tesoros perdidos que cantaban los bardos. Ya estaba cansado de tanto pescado, de lidiar con compañeros, de discutir con sus compradores y aún así apenas ganar para todo el mes. En esos momentos recordaban que únicamente eran dos bocas las que había que alimentar, puesto que entre Dragan y su mujer Agnes no había habido descendencia alguna. Pocas veces pensaban en ello, a sabiendas de que ella era estéril. Él la adoraba por su belleza y por su carácter, y no la abandonaría ni siquiera para cumplir su sueño de peregrinación. Pero dentro de poco, sus vidas darían un giro radical e inesperado.

La última jornada de travesía por entre el gran bosque fue ardua y aburrida, sin ninguna alteración durante el día entero. No había ni rastro de nieve en el camino, sí en los laterales, en los arbustos y sobre cada rama de los árboles. Parecía como si alguien, algún habitante invisible de la floresta le interesara dejar libre de obstáculos la ruta por la que decenas de mercaderes transitaban durante el año entero. No era casualidad que la zona estuviera desierta. Según los guardias de la villa de Liohp, la más importante en cercanía a su lugar natal, narraban historias acerca de monstruosos seres que vagaban durante la noche y que, de vez en cuando, incluso se arriesgaban a entrar en ella para llevarse algún rapaz del que daban buena cuenta. Dragan llevaba años atravesando aquellos recónditos lugares y jamás nadie le había quitado el sueño. Iba armado con una espada corta un tanto usada que consiguió adquirir durante una rápida subasta en un puesto del mercado de Aswad al principio de sus largos viajes, con las consecuencias de pasar hambre casi siete días seguidos. Como fuera de sus tierras apenas lo conocían, la llevaba al cinto y la mostraba con frecuencia para advertir a cualquier ladrón o persona con malos propósitos para que anduvieran con cuidado. De todas formas, no sabía esgrimirla.

Tras una parada de poco menos de una hora en la que degustaron un rico queso amûniano y un trozo de longaniza que había sobrado de la ida, se pusieron de nuevo en marcha. Durante aquel período de tiempo, la tormenta que dejaron atrás hacía ya varios días volvió a resurgir, aunque los copos caían con más suavidad. Nadie pasó por allí, ni siquiera un ave hambrienta. Lo que sí llamó la atención del hombre fue que a su esposa le pareció oír gritos en la lejanía. Dragan nunca había flaqueado de su sentido del oído, es más, lo tenía más fino que el de Agnes, pero por si acaso, mantuvo su espada cerca; no quería que unos rufianes estropearan su último viaje.

La salida estaba cerca y ahora el viento cortante como cuchillas les azotaba de frente anulándoles su alcance de visión y haciendo su paso más lento. Así estuvieron varias horas. Agnes ya no podía más y se refugió tras las lonas del carro, dejando a su marido al mando. Ella tiritaba de frío e intentó calentarse echándose unas mantas por encima. Juró que mataría a su querido, y se rio de lo que lo amaba. Pensó en dormir un rato pero negó con la cabeza. Tenía que ser fuerte y resistir. Quería dormirse para así, si moría de hipotermia, hacerlo sin darse cuenta, pero aquella no era la completa realidad. La verdad era el miedo, el miedo que le proferían aquellas tierras, el miedo que llegaba a ella desde lo más oculto y profundo del bosque. Intentó no recordar pero se sentía incapaz de ello. De niña se juró que no volvería y allí se encontraba de nuevo, y no una vez sino muchas. Muchos trayectos fueron los que la hicieron que intentara olvidar, sin evitar que el pasado regresara cada una de las veces que observaba la frontera que separaba las tierras exteriores con las tierras interiores. Estaba tan inmersa en sus pensamientos que su marido la tuvo que llamar dos veces para que volviera en sí. La tormenta había pasado. El camino estaba despejado. O eso parecía a simple vista.

—Creo que los gritos que escuchaste eran de verdad.

Dragan señaló enfrente suyo, en el camino, pero a Agnes le costó vislumbrar lo que la nieve ocultaba bajo ella. Un sinfín de maderos se hallaban esparcidos en un área de pocos metros, y el manto albino que tapaba el camino mostraba un suave color rojo en distintas zonas. Los dos se miraron primero y luego lo hicieron en derredor. Dragan desenfundó su espada con cuidado y descendió del carro con el máximo sigilo. Agnes lo siguió de cerca y exploraron el lugar del siniestro. No les costó mucho descubrir un viejo carromato hecho añicos, oculto bajo la espesa capa de nieve y el cadáver de un hombre y una mujer de buen aspecto y elegantes ropajes. No llegarían a la treintena y sus pálidos rostros denotaban sufrimiento; el terror había corrido por sus venas. O más bien alrededor de ellos, pues se podía divisar infinidad de pisadas en la zona del ataque. No supieron calcular cuántos habrían podido ser los malnacidos causantes de tamaña atrocidad. El hombre decidió quitarles todos los bienes que se encontrasen en perfecto estado y largarse, pero de pronto, un estridente llanto les hizo enmudecer. A menos de diez pasos y bajo un árbol se hallaba un pequeño bulto envuelto entre sedosas mantas de color caqui, que Agnes no dudó en coger en brazos. Lo llevaron al carromato, lo desvistieron y lo limpiaron. El niño, porque era varón, gozaba de buena salud; al parecer, la sangre no provenía de su tierno y suave cuerpo. Llevaba un colgante al cuello, que no supieron diferenciar entre una llave o un símbolo extraño. Sin preocuparse lo más mínimo por él, ocultaron los cadáveres y siguieron su camino, sin prever siquiera el destino que ambos tenían preparado para ellos dos.

Matabrujas - El Caminante de AswadWhere stories live. Discover now