1. Un nombre muy raro

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Antara permanece sentada sobre su cama, con la espalda totalmente erguida y las manos sobre su regazo. La ventana que corona su habitación le queda en frente, dando rienda suelta a la embestida del sol que invade, como todas las mañanas, cada rincón de aquel cuarto.

Aún tiene el pelo mojado y eso acentúa la sensación de frío que le recorre el cuerpo. Su respiración acompasada trata de espantar el temblor. Cada vez que toma aire y lo expulsa de sus pulmones escucha en su cabeza las palabras de su padre, repitiéndole lo afortunada que es por estar ahí. Lo afortunado que es él por no haberla perdido.

Pero no es así como ella se siente. Algo en su interior le reprueba cada vez que lamenta su infortunio; está viva y eso no sólo es algo; eso es mucho. Pero ese 'mucho' se ha quedado vacío, oscuro y extraño.

Antara no sabría cómo hablar de esos meses en coma; ni siquiera recuerda cómo fue el accidente. Le han dicho que iba sola en su coche, que otro vehículo se cruzó en su camino al saltarse una señal de «Stop» y que la embistió con el frontal, destrozando la puerta del conductor, es decir, la suya y el lateral izquierdo del coche. El golpe en la cabeza fue lo más grave, aunque no la única de sus heridas. En definitiva, Antara siente como si esa parte de su vida fuese un retazo adherido de explicaciones y recuerdos artificiales. Después, el despertar y la negrura. Los médicos le otorgan pocas esperanzas de recuperar la visión y aunque ella misma trató de aferrarse a la más efímera esperanza mientras estaba en el hospital, regresar a casa la aboca, poco a poco, a una cruda realidad.

Aún guarda en su mente el miedo aterrador al pisar la calle por vez primera. El mortecino sol del otoño golpeándola en la cara emulaba la misma voluntad del calor que ella anhelaba y que el astro rey no podía ofrecerle. De pronto, caminar del brazo de su padre la hizo sentirse al frente de un abismo de caída incierta. Cada paso, dado con temor; cada ruido a su alrededor, multiplicado. El mundo que había anhelado comerse hacía apenas unos pocos meses, amenazaba ahora con ser demasiado grande para ella en este momento; con ser él el que la devorase a ella.

Tampoco ayudan las ausencias que dejan un mayor espacio a un vacío ya demasiado extenso. Óscar siempre fue, a su parecer, el novio perfecto pero en los seis meses de estancia en el hospital no ha ido a verla ni una sola vez; ni una llamada, ni una explicación. Por eso los nervios la azuzan en ese momento como si fuese a ser la primera vez que habla con él. Porque Óscar la ha llamado hace apenas una hora; quiere hablar con ella y aunque Antara lleva meses esperando esa llamada, ahora es algo que la deja fría.

Cuando oye la portezuela del coche cerrarse abajo, pasea, de forma instintiva, sus dedos entre su pelo. Ya no puedo verlo pero sabe que su larga melena rubia ha de presentar aquellas ondas que siempre ha odiado. Pasar horas en el baño frente al espejo para alisarla es otro de esos actos banales a los que ha renunciado.

Se incorpora y tantea con sus manos la cama, dirigiéndose hacia la puerta. Tropieza con el bastón que su padre le ha traído y que ella se niega a utilizar. Se yergue de nuevo y permanece inmóvil, alisándose las arrugas de la falda. Le ha pedido a Adeline, la mujer que se encarga d las labores domésticas, el conjunto verde azahar que tanto le gustaba aunque detesta no poder comprobar cómo le queda en ese momento.

Dos golpecitos en la puerta la hacen tensarse más que nunca y carraspea antes de hablar.

—Adelante.

Escucha el seco crujido de la cerradura y, después, la voz de su padre:

—Cariño, Óscar está aquí. Os dejo solos. Si necesitáis algo, sólo tenéis que decírmelo.

—Gracias, papá.

Agradece, en silencio, la paciencia de su progenitor. Bajo ningún concepto se había mostrado por la labor de permitirle la entrada a Óscar nunca más en su casa pero las súplicas de Antara le han hecho ceder. Ella no espera una solución satisfactoria para aquella situación pero sea lo que sea lo que ha de ocurrir, ha de ser ya. Prolongar la incertidumbre resulta tan absurdo como doloroso. Tampoco su madrastra se ha mostrado dispuesta a atender a Óscar pero la insistencia de Antara al respecto, también le ha hecho dar su brazo a torcer. María lleva casada con su padre seis años y aunque siempre ha sido buena con ella, al igual que su hermanastra Celine, Antara ha echado en falta como nunca la figura de su madre, que falleció cuando ella tenía apenas siete años. Ahora ni María ni su hija, fruto de un matrimonio anterior, están en la casa, pues ambas partieron de viaje hace escasamente un par de semanas.

Dioses de Antara (Dioses y Guerreros 1)Where stories live. Discover now