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Allá donde un gigante crece las flores son pequeñas, el cielo es alto pero redondo.
La yukata de Tsukiko es larga y deja un camino de flores blancas tras de sí, los dedos de su pie se presionan con las tiras de sus sandalias hasta que estas se rompen.
Ella está creciendo.
En el jardín puedes ver a un gigante. Su pelo es negro y los pies son pálidos, la brisa es fresca y sus ojos son delicados.
Ser un gigante en el jardín es cosa difícil para cualquiera.
A veces, cuando Tsukiko no es cuidadosa, termina rompiendo árboles de tal forma que ni sus banditas los sanan; en el estanque los renacuajos se alejan rápidamente cuando les extiende la mano, y las rosas blancas que tanto cuida su mamá se manchan de carmesí cada vez que intenta sujetarlas.
Antes de sentir dolor, primero ve la sangre brotando.
Cuando Tsukiko llora se hace más pequeña, hasta que solo su mamá parece escucharla y pronto la encuentra.
Y la mamá de Tsukiko se hace más alta que los árboles, sus manos más suaves que la brisa y sus ojos más cálidos que el sol. Cuando la mamá de Tsukiko la sostiene, Tsukiko olvida el dolor.
—¿Qué ha pasado contigo?
Los ojos se Tsukiko se nublan por las lágrimas y su pequeña boca tiembla.
—Rompí los árboles, los peces me odian y manché las flores que mamá tanto atesora.
Todavía no sabe que los renacuajos no son peces.
Con eso en mente, la mamá de Tsukiko abraza a su niña.
—Las niñas grandes lloran, ¿y sabes qué es lo que hacen luego? —Tsukiko niega con la cabeza, en silencio—. Ellas se levantan y siguen adelante —le pellizca las mejillas a la infante—. A que son impresionantes, ¿verdad?
—Sí. —Tsukiko asiente aunque dudosa, ha dejado de llover.
En el jardín hay un gigante, es cierto, y las flores siguen creciendo.
