Capítulo 8

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En mi camino a retornar a mi cuerpo, subí unos peldaños negros que supuraban una plasta algo verde y muy pegajosa, tanto que tras cada pisada sentía que me despellejaría las plantas de los pies. Gran parte de los escalones estaban ocultos tras una neblina grisácea que descendía para unirse con las profundidades en las que hasta hacía poco había estado perdido.

Bordeando los peldaños, flotaban varias capas de semillas secas, hediondas, a rebosar de vómitos en descomposición, que producían un sin fin de destellos de varios colores, como si fueran una lúgubre purpurina con la que alguien se maquilló el estómago antes de vomitarla.

No faltaba mucho para alcanzar la titilante película roja que me permitiría retomar el completo control de mi ser, de mi alma, de mis pensamientos y de mi cuerpo.

Tras dejar atrás el último escalón, nada más pisar un terreno un poco desnivelado en el que habían varios montones de arena amarilla revuelta con esquirlas de huesos, escuché el repiqueteo de unas cadenas, me di la vuelta y contemple al desgraciado del traje rojo, preso, amarrado a unas ascuas púrpuras que apenas mantenían algo de luz y calor, rodeado de varias estatuas de un líquido rojizo casi sólido que lo señalaban con los dedos índices envueltos en fulgurantes llamas azules.

El desgraciado estaba consumido, la piel del rostro se le había terminado de quebrar y de las grietas escapaban finos hilillos de polvo rojo. Su aspecto, demacrado, puro pellejo sobre los huesos, no me dio pena. Al fin tenía lo que se merecía.

Invadido por la súbita felicidad que me produjo verlo destruido, caminé hacia él y me paré al lado de una de las estatuas de líquido.

—Aunque tengo muchas ganas de arrancarle el hígado y hacer que se lo coma, aunque lo odio tanto o más que a ti, reconozco que el Antecesor ha hecho un buen trabajo contigo —le dije, sin ser capaz de no deleitarme ante su esencia casi extinta—. Pero no te preocupes por estar aquí, esto es el paraíso comparado con lo que te espera, sean cuales sean los planes que tenga para ti, no los llevará a cabo. Lo voy a destruir, acabaré con La Plaga y me ocuparé de que tanto tú como yo tengamos lo que nos merecemos.

Elevó un poco la cabeza y centró sus ojos, agrietados, a punto de quebrarse, en mi rostro.

—Ese... —Tuvo que callarse para tomar aire y recuperar algo de fuerzas—. Ese Antecesor es muy poderoso. Demasiado para que lo enfrentes solo.

Miré su reloj de bolsillo tirado cerca de él, roto, como si un lunático lo hubiera pisado con rabia tras creer que al silenciar el tenue tictac las voces en su mente se acallarían.

—Acabaré con él. —Extendí la mano, la llama roja prendió con fuerza y el fuego danzó sobre la piel—. Incineraré su alma. —Moví un poco los ojos y los fijé en el rostro del desgraciado—. Y no lo haré solo, debilitaré la barrera que ha erigido en la capa de la realidad para que otro también obtenga venganza.

Con mucha resignación y cansancio, bajó la cabeza y observó de reojo el reloj roto.

—Ni siquiera junto a ese humano ungido con la esencia de Los Difusos, ese al que la tinta le recorre las venas, tendrás una oportunidad de vencer. —Exhaló, agotado, y esperó unos segundos a recuperar el aliento antes de volver a hablar—: Solo el fuego de la llama roja ardiendo sin ninguna barrera igualará el poder del Antecesor extinto. —Aunque le costó mucho, levantó un poco la cabeza para mirarme—. Me necesitas.

Me acerqué a él y lo agarré del cuello.

—No, estás donde tienes que estar, esperando tu final sin ninguna escapatoria, sin que tus trucos te sirvan para evitarlo. —Apreté los dientes, el odio se acrecentó en mi interior y apenas fui capaz de contener el impulso de estrangularlo—. Desde que llegaste a mi vida, unido a los malditos susurros, no has hecho más que volverme loco. Siempre deseando tener el control, siempre con ganas de apoderarte de mi cuerpo para convertirlo en cenizas y liberarte. —Le apreté el cuello y la piel se quebró más—. No contaste con que la llama me elegiría a mí en vez de a ti. Tú la necesitas, su naturaleza te mantiene vivo, pero ella quiere vivir en mí. —Lo solté, me di la vuelta y caminé hacia el débil fulgor rojo—. Sufre en tus últimos momentos con la idea de que nunca volverás a ser libre, que morirás a causa del dolor que me inflingiste.

El sacrificio de un don malditoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora