Epílogo

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El hielo negro, tan abrasador como gélido, me recorría las venas, despacio, rajándolas con sus esquirlas, era como si cientos de niños sádicos con miles de bisturís jugaran a dibujar garabatos en mis entrañas, como si una multitud de dementes ciegos se lanzaran a mordisquearme por dentro creyendo que mi dolor les devolvería la vista.

—Lo siento... —nada más terminé de pronunciar el susurro, una potente luz gris me obligó a cerrar los párpados.

Del mismo modo que un sol moribundo estalla y se convierte en supernova, el fulgor se intensificó tanto que me quemó las córneas y derritió los nervios ópticos, provocando que una pulpa hedionda y humeante supurara por mis lagrimales y me recorriera las mejillas con extrema lentitud, a la velocidad con la que se movería la víctima de una tortura a la que le han amputado los brazos y las piernas y trata de huir arrastrándose a base de morder la alfombra.

Varios dedales recubiertos con una sustancia corrosiva me presionaron los labios y la ebullición de la carne me obligó a gritar. Los dedos en los que estaban enfundados, semejantes a gusanos nutridos durante siglos con cuerpos de moribundos, se aferraron a mi barbilla y tiraron para arrancarme la piel, sin ninguna prisa, como si desenvolvieran un regalo muy despacio para disfrutar más de la sorpresa que se esconde tras el papel.

El gélido vaho, que vino acompañado por una infinidad de hirientes murmullos que me recriminaron las atrocidades que cometí, desencadenó un tiritar tan intenso que con cada temblor mis huesos se agrietaron y mis tendones crujieron mientras se retorcían.

Parecía un muñeco de trapo, deshilachado, indefenso, preso ante la maniática adicción de un coleccionista de juguetes rotos que ve en su colección la viva imagen de sus traumas, que se recrea en su deseo de acabar con ellos, arrancando ojos de botones, apagando cigarrillos en las costuras o hundiendo sus uñas para partir algunos por la mitad.

—Solo quería estar con vosotros... —sollocé, una vez que la grotesca mano de los dedales se apartó de mí—. Sois mi vida...

Un sepulcral silencio se impuso y acalló los murmullos, los reproches y las burlas. Tal fue la intensidad de la inmensa ausencia que se adueñó de lo que me rodeaba que, por primera vez desde que me aseguré de que los espectros del castigo me hicieran pagar por mis pecados, fui capaz de ordenar mis pensamientos y ser del todo consciente de lo que pasó y de por qué estaba ahí.

—Ya no tienes vida —las palabras sonaron tan roncas que parecía que hubieran limado las cuerdas vocales de quien las pronunció—. Tampoco alma ni esperanza. —Abrí con temor los párpados para descubrir que mis ojos no habían hervido, que su cocimiento formó parte de una macabra ilusión—. Aquí lo único que te esperan son tus pecados y tu condena.

Parpadeé varias veces, aclaré la visión y moví despacio los ojos para observar la celda construida con pútridos huesos, quebrados, hundidos los unos con los otros, y la gran cantidad de astillas afiladas que los sobresalían.

Con un movimiento lento, tras sentir la calidez de la superficie en la que estaba arrodillado, dirigí la mirada hacia quien me habló, que se hallaba a unos dos metros delante de mí, y comprobé que era uno de los verdugos de ese lejano plano de existencia.

—No quiero más que sufrir —pronuncié, convencido de que solo merecía dolor, mientras observaba los hilos de polvo negro que se entrelazaban para dar forma al ejecutor de mi condena—. ¿Por qué no lo estoy haciendo? ¿Por qué se ha detenido mi agonía? —Escuché un eco lejano producido por el renacer de la llama, señalé a mi verdugo y me levanté—. ¿Por qué permitís que el crepitar del fuego rojo resuene de nuevo entre mis pensamientos?

El sacrificio de un don malditoWhere stories live. Discover now