Capítulo 11

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—Maldita Predecesora... —masculló el Antecesor, antes de que las llamas que arrojaba explotaran y crearan un intenso fulgor.

Ladeé un poco la cabeza y me vi a obligado a cubrirme los ojos a causa del fuerte destello.

—Alguna vez, Hierdamut, fuiste un ser temible —escuché las palabras pronunciadas por La Oradora—, pero esos tiempos pasaron hace mucho.

Abrí los párpados y vi al Antecesor inmóvil, elevado unos metros en el aire, con los brazos extendidos y la cabeza echada hacia atrás.

—Quizá solo sea una sombra de lo fui, pero aún... —replicó, antes de que la entidad moviera la mano y los labios y las cuerdas vocales se le congelaran.

—Cumpliste tu parte, ahora sirve como alimento para el renacer —pronunció La Oradora, antes de lanzarlo contra el cristal oscuro y que decenas de brazos lo apresaran.

Alcé la mano y apunté a la entidad. Ella me miró y sonrió.

—Estás obsesionada con el fuego, el de él no te ha hecho nada, veamos qué te hace el mío —le dije mientras en las profundidades de mi ser infinidad de géiseres en combustión alimentaban la llama roja.

La sonrisa de La Oradora se profundizó.

—No sé qué es más gracioso, que vayas a utilizar gran parte de tus llamas en un vano intento de herirme o que creas que tienes una mínima posibilidad de vencer —contestó, extendió los brazos y me animó con un gesto a que le arrojara el fuego.

Estaba a punto de envolverla con llamaradas cuando parte de la arena amarilla cercana a ella emitió un tenue brillo.

«Falta poco, pero todavía no» me dijo la mujer de la cabeza rasurada, La Errabunda, tras adentrarse en mis pensamientos.

—Todavía no... —repetí con un susurro, después de que un escalofrío me recorriera la nuca, justo en el punto donde La Errabunda me tocó para frenar el estallido de llamas rojizas en nuestro primer encuentro—. Aún es pronto...

Los destellos de la arena amarilla repleta de esquirlas se incrementaron alrededor de La Oradora, bajé la mano, apunté a los resplandecientes montones, la miré a los ojos y su rostro reflejó mucha incertidumbre.

—Entrometida —pronunció con rabia, incapaz de frenar las llamas que prendieron la arena en torno a ella.

Varios estallidos de luces amarillas, como si diminutos soles explotaran, inundaron la sala e hicieron que los cristales que emergían de la superficie vítrea cambiaran a un tono ambarino. Los brazos que retenían a Makhor y al Antecesor se convirtieron en polvo justo cuando La Errabunda apareció y caminó descalza por la arena.

—Hermana —dijo la mujer de la cabeza rasurada, dirigiéndose a La Oradora, tras pasar por mi lado e ignorarme—. Sigues igual que la última vez que nos vimos, con la ambición recorriendo tus venas y la locura pudriendo tus pensamientos.

La entidad la miró con desprecio.

—Tú tampoco has cambiado, mantienes en tu esencia ese hedor a egolatría y superioridad —replicó La Oradora—. Siempre te has creído la mejor de nosotras. —Observó cómo las llamas sobre la arena casi se habían extinguido—. Aunque también hay algo que no ha cambiado. —La miró a los ojos—. Sigue prohibida tu intervención en los mundos resguardados por las capas de la realidad. —Alternó la mirada entre El Antecesor, Makhor y yo—. Tu encarnación a través de la arena les ha concedido un minuto más de vida, pero no tardarán en sucumbir.

—Eso está por ver, hermana —dijo La Errabunda mientras se apartaba un poco.

La Oradora, libre del influjo de la arena ardiente, ignoró a la mujer de la cabeza rasurada y se centró en nosotros.

El sacrificio de un don malditoWhere stories live. Discover now