7. Marisua

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Por fin llegamos a Marisua. Es un lugar curioso, de esos que siempre quieres visitar, pero que nunca tienes tiempo de hacerlo. Ese tiempo es ahora para mí.

Es un pueblo bonito, casi integrado con la falda del monte Oiz.

Es muy temprano, la niebla llena el lugar. Apenas se ven las cumbres cercanas y los árboles están envueltos en el manto blanco. Incluso el disco solar es difuso. Puedo mirarlo directamente durante un momento sin más daño que una pequeña mancha poco duradera en mi visión. Hace fresco, siento las diminutas gotitas del rocío al caminar. Huele a bosque y mojado. Es un remanso de paz. Las casas se van sucediendo a medida que avanzamos. Todo parece dormido. Había olvidado lo bonito que es este instante del día por aquí. Y cuando llegamos, me doy cuenta de que precisamente es bonito porque no dura salvo en mi memoria.

La sensación de frescor no desaparece al bajar del coche. Lo agradezco, a mis nuevos tatuajes les viene bien. No deja de erizárseme la piel del placer. Me hace creer que ya están terminando de curar. Sé que no es real y que, cuando pasen las horas me dolerá de nuevo, sin embargo, ni puedo ni quiero evitar dejarme llevar por la imaginación.

Es curioso; no me acordaba del motivo que nos traía hasta que Leo lo ha dicho. Incluso al mirarme los tatuajes he sido incapaz de conectar las ideas. Durante un afortunado momento he olvidado el cúmulo de desgracias que me ha traído aquí. Maldito el día en el que me topé con los dados. Ojalá pudiesen destruirse.

Ojalá pudiese destruir tu ojo, maldita blasfemia matemática. Ojalá pudieses leer mis pensamientos, cosa que tampoco me sorprendería, para que supieses cuántas veces y de cuántas maneras deseo tu destrucción. Ni siquiera sé si es posible hacerlo, pero he cometido demasiados errores como para plantearme incluso el intentarlo. Si desease con todas mis fuerzas tu desaparición, si todo saliese bien, serías capaz de eludir mi voluntad. Y, desde luego, no voy a intentar destruirlo cuando es tan fácil hacer que rueden. Haré lo necesario para que dejes de acosarme. Y que una cosa te quede clara, desgracia de mi vida: jamás lo recuperarás.

Qué bien sienta desahogarse de vez en cuando. El aire es fresco y relajante.

La niebla dentro del pueblo no es tan densa como en los bosques. Ojalá perderme donde ninguna persona pueda encontrarme. Ni entidad, dios, o lo que sea mi perseguidor. Pero ahora no es el momento para ello.

Caminamos por las calles y no hay nadie. O quizá no vemos a nadie por la niebla. Es como si el mundo se crease, como si se deshiciese de la noche y volviese a formarse con el amanecer. ¿Qué habrá tras el manto neblinoso? ¿Carreteras? ¿Más caminos? ¿Seguirán existiendo cuando nadie mira? Qué ganas de atravesarla y asegurar la existencia de cuanto veo, aunque no lo vea. Pero también deseo quedarme hasta que se desvanezca con ella la magia del lugar.

—Tienes ganas hacer fotos, ¿verdad? —me pregunta Leo. Así de evidente debía de ser mi emoción—. Me pasó las primeras veces. Bueno, sigue pasándome. Es un sentimiento que no desaparece con facilidad.

—Ha pasado un tiempo desde que no estoy ante un paisaje así, me he acostumbrado a la ciudad. Pero, sinceramente... tengo miedo de hacer fotos y que, después, descubra en ellas cosas escondiéndose esperando a que me acerque. O no. Tengo miedo de lo que haya.

—Sé lo que se siente. Funciona como la oscuridad, pero blanca en lugar de negra.

Se me escapa la risa. Nunca lo había pensado así, aunque era exactamente eso lo que sentía.

—La sigo prefiriendo a la oscuridad, Leo. Al menos la niebla es fría y eso para mis recientes tatuajes es un alivio inmenso.

Leo me devuelve la sonrisa.

—Con suerte, quizá nos quedemos hasta que empiecen a curarse.

—¿Cómo? ¿Cuánto vamos a estar?

—Lo que haga falta. Este lugar es más seguro de lo que puedas imaginar.

—Leo... Lo que me sigue no es un monstruo que pueda asustar un dibujo de sangre.

—Lo sé, pero Marisua no es un lugar común. Vamos, la universidad no está lejos.

—No sabía que aquí había una universidad.

Leo tuerce el gesto, aunque no del todo; sólo un poco, como al que le pillan una media mentira.

—Es que no es oficialmente una desde hace tiempo. Actualmente es un centro de estudio de, bueno, cosas en las que ahora crees. A ojos de los demás, es una biblioteca con material esotérico y a algunos nos gusta llamarlo universidad.

El entusiasmo de Leo es contagioso. Incluso me permito tener esperanza. Quizá no tenga lugar, pero que venga aquí la blasfemia que me acosa y me la arranque si puede, que soy dueño de esto que siento.

A pesar de estar en el centro, hay bastantes casas con jardín, no es apelotonado ni busca rentabilizar el espacio a cambio de perder calidad. Me gusta que existan sitios así. ¿Qué secretos se esconderán tras sus muros? Por las palabras de Leo, los derroteros de mi mente conducen a senderos donde todos los habitantes son hechiceros que nos protegen de entidades.

Encima de las puertas veo algunos símbolos que conozco, otros que no, y la flor del Eguzkilore. ¿Cuánto hacía que no la veía? Ahora quiero una, me siento como un niño en una tienda de juguetes.

—Leo, ¿es descabellado pensar que todos están metidos en la magia como tú o la universidad?

—No exactamente. Saben algunas cosas, siguen tradiciones, experimentan, pero sólo se conoce lo que se quiere contar. Lo que ocurre dentro es cosa de sus habitantes.

—Vale, eso me hace sentir seguro. Un poco más, al menos.

—Ya verás la universidad.

Nos cruzamos con las primeras personas. Pasan a nuestro lado. Parecen normales. No sé qué esperaba. Necesito visitar más este lugar y dejar de prejuzgar.

El resto del trayecto no es muy distinto a lo demás; agradable, bonito y tranquilo. Y por fin, la universidad de Marisua. Es un edificio grande y rodeado de terrenos boscosos. Parte de su fachada recuerda a una iglesia sin campanario. Roca gris llena de musgo y líquenes por el rocío de cada mañana durante años le dan color y un aura mágica al lugar. Vamos por los caminos de roca de los jardines, y veo, muy sutiles, grabados de los mismos símbolos que había sobre las puertas. También conjuros y caracteres que tanto podían ser más símbolos como palabras o letras de otros idiomas que desconozco.

Supongo que, de ser ignorante en estos temas, no lo vería como algo distinto de una curiosa decisión estética. Por primera vez desde que empezó todo esto, me alegro de saber.

—Obar nos espera en la biblioteca. Está ya buscando cómo ayudarnos.

—¿Cómo se lo agradecemos?

—Ni te preocupes por eso. Ya nos encargaremos a su tiempo.

Suspiro. Odio esta sensación de deuda, aunque me insistan que dicha deuda no existe. Además, discutir de eso con Leo no serviría de nada, mucho menos con alguien que no conozco.

Así que respiro hondo y cruzamos las puertas de la universidad.

Los malditos dadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora