Mi cabeza... ¡Ah! Recuerdo destellos, hilos. La mujer, los dados, el sótano, los cultistas. Me duele el cuello y tengo las piernas frías. Estoy sentado en el suelo. ¿Por qué están mis brazos a la espalda? Intento mover las manos y tengo la respuesta: me han atado. Pero ¿quién? ¿Dónde estoy? Joder, ¿eso de la pared es una bandera franquista? Tiene que ser una broma. Espero, por el bien de esos dos, que esto sea una maldita broma, que lo hemos conseguido y que hay que pensar el siguiente paso.
Por fin entra alguien. Es uno solo. No le conozco. Ese libro que sostiene... Me duelen los ojos todavía. Lo reconozco, es mencionado en algunos volúmenes de la biblioteca de Leo. Ni siquiera me ha hecho falta leer el título. «Vermis» es más que suficiente. Magia. Y no de la agradable.
—No esperaba visita, pero tampoco me afecta demasiado. Ha sido una suerte que hayas desmayado al colarte. Ojalá los separatistas de la guerra aprendiesen de ti y pusiesen las cosas fáciles. Ya sabía que llegarían espías, pero no me esperaba... algo como tú —¿Acaba de mirarme con asco un fascista? Creo que estoy orgulloso de provocarle esa reacción—. Vas a ser el afortunado en ver mis avances. Nuestro querido generalísimo se hará con todo el país, así lo ordena Dios, y yo le ayudaré con estas tierras vascas llenas de traidores.
¿Generalísimo? Mierda, los hilos de tiempo... ¿Qué hago en plena guerra civil? ¿Cómo salgo de aquí? Degall, céntrate. Va a hacer magia, tira por ahí. La Iglesia lo prohíbe, seguro. Para esta gentuza, el catolicismo era importantísimo.
—¿La magia no está en contra de Dios?
El fascista cierra el libro y me lanza una mirada furiosa. Seguido, se calma. Ahora parece que se culpa.
—Así que la escoria como tú sabe hablar, bien. Sí, le he dado la espalda al Todopoderoso, pero en mi santa misión seré recompensado. La victoria del generalísimo es lo que más importa. Vas a ser testigo de la grandeza para la que Dios me ha preparado. Pero antes de empezar, tengo una pregunta. ¿Qué eres?
—¿Cómo que qué soy?
El fascista suspira. No sé qué quiere que le diga.
—No eres real. O de aquí. Al atarte a la viga lo noté, no soy un novato en ocultismo, escoria. No pareces estar aquí realmente.
Tengo que reprimir la sonrisa. Sigo en la universidad en mi tiempo, de algún modo. Estoy... ¿a salvo?
—Estoy aquí, ¿no? Soy igual de real que tú.
El fascista niega con la cabeza y abre el libro.
—No sé qué eres, pero sé cómo sacar secretos de un cadáver.
Empieza a leer el maldito libro. Aunque mi latín es bastante malo, creo que dice algo de un sin nombre y un sello, y... y... me mareo. Aguanta, Degall, sopórtalo, quedarte inconsciente con este loco es malo. No sabes qué está invocando. Debes estar listo para la acción.
El nudo se afloja poco a poco. Es una mierda, se nota que el punto fuerte de este idiota no es el físico, pero sigue sin ser fácil. Cuesta.
Una risa estridente es todo lo que escucho. No viene del fascista, aunque parece que va a estallar de puro júbilo.
—Ah, aquí llega.
Hace frío de repente. Mucho frío. Pero no sé si es por mi estado si es real, sin embargo, eso no hace que lo sienta menos. Y esa risa, una carcajada histérica. Ni el más loco entre los locos se reiría así. ¿Qué ha invocado este demente?
—¡Obedéceme! ¡Soy tu amo ahora!
Otra vez esa risa desquiciada. Joder, ¿qué es? Suena cerca, demasiado cerca.
—¡Devuélvelo! ¡No sabes el peligro que estás trayendo!
—Cállate, escoria. Estoy muchísimo más que preparado. ¡Ve, siervo, acaba con este traidor a la patria! ¡Una, grand—
Algo le está sujetando del cuello. Sólo me alegra no tener que escuchar su mierda fascista, pero esto no va a terminar aquí. Lucha por respirar. Está elevándose. Boquea, sus ojos van a salirse de las órbitas. Está rojo. Tengo que largarme de aquí, el nudo todavía se me resiste.
Joder, le está saliendo sangre del cuello. No es como si le hubiesen rajado la garganta, no, es como... Oh. Se lo está bebiendo. El fascista está gimiendo de dolor, y aún así escucho la sangre llenar el nuevo cuerpo. Ya no hay risa. Su forma. Estoy viendo su maldita forma. Es todo bocas, apéndices y dientes. Brilla de rojo gracias a la maldita luz. Tengo que salir de aquí. Ya casi estoy libre. Vamos. ¡Vamos! Me mira. No tiene ojos, pero me mira, lo sé. Todavía no ha terminado con el fascista, y no pienso darle tiempo.
La puerta al sótano no está cerrada con llave y subo hasta arriba. Hay muchas puertas, a saber qué hacía para necesitar tanto silencio. He llegado a su salón, lleno de más mierda franquista. Ahí está la puerta hacia la calle. No hay nadie, lo prefiero así. Es un pueblo pequeño rodeado de montañas. Será mejor que me esconda en los bosques. Leo y Obar dijeron que Sualdazi sabía el camino, así que espero que también sepa cómo encontrarme. Soy casi una proyección. No lo entiendo, no debería estar aquí, soy físico, puedo interactuar.
¿Los hilos han traído mi proyección al pasado? ¿O ahora mismo soy la proyección de una proyección? Podría darme la vuelta. Igual en el sótano encuentro el conocimiento que busco, pero...
¡¿Qué ha sido esa explosión?! Venía de la casa. No puede ser un bombardeo, no hay nada en el cielo.
No. No. ¡No! ¡Está ahí! Lleva el libro sujeto entre sus brazos, una maraña de hilos carmesís. Resplandece con el sol. Me ve. Se acerca. No, lárgate. Vete. Se está riendo. ¿Por qué no habré corrido más hacia los bosques? No lograré esconderme a tiempo.
—¡Socorro!
Que alguien salga, que alguien abra una maldita puerta. Joder, me va a atrapar. Su risa es cada vez más fuerte.
—¡Te encontramos! —dice la voz de Leo.
Me han empujado. Ya no escucho las carcajadas del vampiro ni veo el pueblo. Estoy sentado sobre algo suave y brillante. ¡Sualdazi! Gracias por sacarme, no pienso soltarte jamás. Oh, no está bien. Tiene cortes en la piel, en su fuego. Está apagado, y creo que tenía más brazos cuando vino a recogerme.
—No sé qué te ha pasado, pero te cuidaremos hasta que estés bien.
Me devuelve una especie de relincho que no sé qué puede significar. Estamos atravesando los espacios cada vez más rápido. Creo que veo las Tierras de los Sueños, pero descendemos. Demasiada velocidad. No quiero mirar. Qué vértigo. No quiero mirar, no quiero mirar.
Estoy tumbado. Respiro. Siento calambres hasta en los párpados. Un relincho que ya conozco me quita todo el cansancio.
—¡Sualdazi!
—Estará bien —dice Obar—. Ha sido muy intenso, descansará en el bosque hasta curarse. Me alegro de que lo hayáis logrado.
—¿Logrado? Me cuesta pensar.
—Es normal. Voy a ver cómo está nuestro amigo, Leo te ayudará a volver del todo.
Leo se acerca a la cama. Tiene cara de preocupación.
—¿Qué ha pasado?
Poco a poco, logro poner en orden todos los pensamientos.
—Llegamos al registro del universo, por llamarlo de alguna forma, me vio la abominación matemática, el registro me mandó a la época de la guerra civil y un franquista me ofreció a un vampiro venido a saber dónde. Un miércoles cualquiera, si me preguntas.
Leo no puede evitar reírse, pero sé que no es porque le haya hecho gracia. Su mirada no miente.
—Estábamos preocupados.
—Lo sé. Casi se me olvida, hasta parece normal después de lo que ocurrió, pero lo descubrí, Leo. Vi a la persona que me entregó los dados. Vi de dónde salía. Tenemos que ir.

YOU ARE READING
Los malditos dados
HorrorLa historia sigue a Degall, que encuentra unos misteriosos dados que cumplen deseos a su macabra manera.